Los niños sólo deben albergar la ilusión y el deseo de vivir
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La tragedia del suicidio infantil debe hacernos reflexionar y actuar como sociedad para proteger a nuestras niñas, niños y adolescentes y evitar que pierdan su ímpetu de vivir
Apenas ayer comentamos en este espacio sobre la necesidad de proteger a nuestras niñas, niños y adolescentes porque en ellos descansa el futuro de nuestra comunidad. Hoy, por desgracia, debemos reseñar uno de los hechos más trágicos que puedan ocurrir en cualquier sociedad: que un menor de edad decida terminar con su vida.
En cualquier circunstancia, se ha dicho en múltiples tonos, el que un ser humano decida que no puede encontrar motivos para vivir constituye una tragedia. Y lo es porque el instinto natural −y el criterio que le sigue al instinto− nos empuja a vivir, a prevalecer.
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Resulta por ello muy complejo de entender el proceso a través del cual un individuo logra vencer al instinto y derrota de paso todo aquello que intelectualmente resulta razonable para, enseguida, ponerle fin a su existencia, con todos los sinsabores que pueda haber en ella.
Pero si tal circunstancia es difícil de entender en una persona adulta, cuya experiencia sin duda le ha hecho víctima de fracasos y frustraciones, es un auténtico desafío intelectual tratar de comprender por qué un niño como Jovany tomaría una decisión así.
Para nadie la vida es color de rosa y eso es algo que todos comprendemos, pero ciertamente la mirada infantil de la existencia es una que, debido a que prácticamente carece de prejuicios, no debería dar paso a un proceso como el que implica la ideación suicida.
El hecho se vuelve aún más relevante cuando notamos −porque estamos obligados a ello− que no se trata del primer caso y, peor aún, que se trata de una conducta que resulta insanamente frecuente.
Llegados aquí resulta obligado cuestionarnos qué estamos haciendo como sociedad para empujar −porque eso es lo que literalmente estamos haciendo− a nuestros niños a una situación de desesperanza tal que ni siquiera la mirada inocente del mundo resulta suficiente para mantener el ímpetu vital.
Y el cuestionamiento tenemos que hacérnoslo todos. Porque todos, de forma directa o indirecta, contribuimos a la construcción de la realidad cotidiana, del ambiente colectivo que deriva en tragedias como la que hoy debemos reseñar y que nos obligan a voltear a ver un aspecto de nuestra comunidad que preferiríamos hacer desaparecer.
Esto último, sin embargo, es la peor reacción que podemos adoptar frente a los hechos. Del mismo modo es indeseable frivolizar el asunto intentando ofrecer una explicación simplista que reduce el origen del problema a una sola causa que resulta fácil de identificar y corregir.
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Lejos de la posibilidad anterior, lo que debemos hacer es disponernos al análisis pausado y frío de los hechos con la intención de llegar a conclusiones que impidan la repetición de lo ocurrido. Nada distinto a ello es aceptable y nadie debe conformarse con menos.
Cabría esperar que todos asumamos el reto y nos dispongamos a contribuir en la medida que las circunstancias nos lo exigen.