El viernes pasado, en un partido de liga con el Salernitana italiano, Guillermo Ochoa se vistió de héroe. En el papel, el partido parecía una pesadilla. El Salernitana es un equipo menor, frágil, armado para tratar de evitar el descenso a la división inferior. Enfrente estaba el Inter de Milán, repleto de estrellas. El partido terminó empatado. Para Salernitana, el milagro tuvo nombre y apellido. Ochoa dio un recital, con diez atajadas. Algunas, de antología. Una, en la que tuvo que regresar desde adentro del arco para sacar un remate a quemarropa con un manotazo en la línea, es de las mejores que le he visto a un portero, punto.
No sobra decir que esta no es la primera vez que Guillermo Ochoa hace algo así con el Salernitana. Desde que llegó a Italia ha demostrado varias veces ser un arquero de clase mundial. No es perfecto, pero objetivamente es una de las grandes figuras en la posición en los últimos años.
En otros países, uno esperaría que la reacción de la afición a este despliegue de talento fuera de reconocimiento. Difícil imaginar, por ejemplo, a los costarricenses poniéndole peros a los años de Keylor Navas en Europa (toda proporción guardada). O pensar que los argentinos no reconozcan las locuras heroicas de Martínez. En México, la calidad de Ochoa le gana envidia o desprecio.
Es un fenómeno lamentable.
Quizás vale la pena un poco de contexto sobre Ochoa. El exarquero del América ha jugado cinco mundiales para México, siendo titular en tres: 2014, 2018 y 2022. En cada una de esas Copas del Mundo, ha sido fundamental para el equipo nacional. Es imposible entender el 2014 sin el partido titánico de Ochoa contra Brasil... y luego contra Croacia. La victoria contra Alemania no existiría sin Ochoa en el arco en el 2018. México habría quedado eliminado mucho antes en Qatar de no ser por su heroísmo frente a Lewandowski. Esa es la realidad de la historia de Ochoa con la Selección Mexicana, sus logros objetivos. “Después de casi veinte años de carrera, no hay la menor duda de que es el mejor portero mexicano de la historia”, me dijo hace poco Félix Fernández, también portero de selección. “Además, en una época en la que es muy fácil caer en provocaciones, ha estado alejado de vicios o escándalos. Y ha optado por tomar riesgos que casi nadie tomaría”.
A pesar de todo esto, por alguna razón que surge de aquel fenómeno chocante, la afición prefiere negarle reconocimiento para concentrarse, en cambio, en las deficiencias técnicas de Ochoa. Por regla general, antes le recrimina sus errores que reconocerle sus triunfos (por cierto: hay mucho más de lo segundo que de lo primero en su carrera).
Esta dinámica no es nueva en México. Así le ocurrió a Hugo Sánchez en los ochenta. Hugo no era perfecto (ni lo fue con la Selección Mexicana), pero nunca mereció el oprobio ponzoñoso que tuvo que soportar por años. Hugo se queja de que en México no es un ídolo, sin cortapisas. Y tiene razón. Lo mismo puede decirse de otros triunfadores en el futbol mexicano. Javier Hernández, sin duda. Hasta Rafa Márquez, capitán, líder y anotador en 3 mundiales distintos.
¿Por qué nos cuesta tanto trabajo abrazar a nuestros triunfadores, reconocerles sus logros, hacerlos sentir que pertenecen? ¿Cuál es el afán que tenemos de tirarle a quien destaca? ¿Será que, como sugería aquella metáfora de la cubeta de cangrejos, lo que queremos es que nadie salga, nadie levante la cabeza, nadie sea más que el resto? Algo hay de enfermo en todo esto. Nos haría bien encontrar la manera de reivindicar el logro individual de nuestros ganadores, en el deporte y más allá. Los triunfadores son ejemplos. Y el ejemplo, a veces, puede ser contagioso. ¿Qué mejor que tener un país que aspire a estar en boca de todos, a ser “viral” por las mejores razones, a triunfar?
Suena romántico, pero es todo lo contrario.
Ojalá lo consigamos algún día.
Mientras tanto: grande, “Memo”. Y que vengan más.