Memoria de una tragedia
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Se ha dicho que todos recordamos el sitio y la circunstancia en que nos encontrábamos cuando escuchamos la noticia de que John F. Kennedy había sido asesinado. Aquel 22 de noviembre de 1963 iba en mi coche por la calzada Madero hacia el poniente. Me dirigía a la cita diaria con la amada eterna, que salía a las 2 de la tarde de su trabajo en los Servicios Coordinados de Salubridad. Ya casi para llegar oí en el radio la noticia. En ese momento vi a Bob Fishburn, inolvidable amigo. Salía de su casa, situada en una pequeña privada frente al Hospital Saltillo, que es ahora el Universitario. Detuve el coche, descendí y le comuniqué lo que acababa de escuchar. Exclamó desolado:
-Oh, my God!
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Recuerdo con claridad esas palabras de Bob, y su expresión al oír lo que le dije. Su rostro se demudó, y casi sin despedirse regresó a su casa.
Otra memoria tengo, vívida. Cuatro años después del crimen de Dallas, en 1967, estaba yo en Washington, D.C. Llamé por teléfono a la oficina de Ted Kennedy, entonces senador por Massachusetts, y le pedí a su secretario una entrevista con él. Me preguntó mi nombre, el de mi periódico -yo escribía entonces para “El Porvenir” de Monterrey- y el número de mi teléfono. Diez minutos después me habló: el senador me recibiría al día siguiente, en su oficina del Capitolio, a las 11 de la mañana en punto.
La entrevista fue larga. Ted Kennedy, cordial y afable, me ofreció jugo de cranberry -arándano-, una fruta típica de su Estado. Me habló de amigos que por entonces tenía en Monterrey; me hizo preguntas acerca del PRI, de Díaz Ordaz, de la situación política de México. Al terminar nos pusimos de pie. Yo traía en el bolsillo interior izquierdo de mi saco un pequeño sarape de Saltillo que llevaba para regalárselo.
-Tengo algo para usted, senador -le dije.
Y me llevé la mano al bolsillo para tomar el sarapito. Nunca pensé que tal es el exacto movimiento que hace quien va a sacar una pistola. El senador retrocedió unos pasos, visiblemente asustado. Había en su cara una expresión de espanto. Yo me apresuré y saqué el pequeño sarape. Su gesto de pavor se cambió por otro, de alivio. Vi que estaba apenado por su reacción. Se quitó el pisacorbata que llevaba, con la forma del Estado de Massachusetts, y me pidió que lo aceptara como un regalo suyo. Un fotógrafo nos había impresionado una placa -así se decía en aquel tiempo-, y entró con la fotografía ya revelada. Kennedy me la autografió, y nos despedimos.
Supe entonces la terrible huella que en el senador había dejado el asesinato de su hermano, y supe también que en adelante los Kennedy vivirían bajo la sombra continua del temor. No pasaría mucho tiempo sin que se consumara el segundo asesinato, ahora en la persona de Robert Kennedy, que de seguro habría llegado al mismo cargo que ocupó su hermano.
La oscuridad de la tragedia persiguió siempre a la poderosa familia Kennedy. Muchas muertes ha habido en ese clan, desde la de Joseph, el hermano mayor, perdido en acción durante la Segunda Guerra, hasta la de John, hijo único varón del infortunado Presidente, aquel niñito que hizo el saludo militar al pasar el cortejo fúnebre de su papá.
Hoy, en el aniversario de aquel crimen jamás esclarecido, he pensado que la tragedia inventada por los griegos es solamente un espejo de la vida. Y he pensado también que el espejo de la vida es más sombrío aún que el de la literatura.