Mirador 07/03/2024
San Virila fue a la aldea a buscar el pan para sus pobres.
Al llegar se enteró de que Juan el posadero había pasado a mejor vida. Un tabardillo pintado lo sacó de ésta en unos cuantos días.
El frailecito había sentido afecto por el posadero, pues a veces le daba una copa de vino –o media, al menos– y el pan que se le había quedado de días anteriores, duro ya, pero todavía pan. Así, fue a la casa del difunto a expresar su pésame.
Lo recibió la viuda de Juan. Le preguntó a Virila:
-¿Eres tú el que hace milagros?
Respondió, humilde, el santo:
-No los hago yo; los hace Dios. Yo soy sólo su instrumento.
Dijo entonces la mujer con acento hosco:
-Sea como sea, no me lo vayas a resucitar.
San Virila no conocía a la doña, pero la vio tan mal encarada que creyó oír que Juan le decía desde su eterno descanso:
-Por favor, padrecito: no me resucites.
¡Hasta mañana!...