Mirador 15/02/2025

Opinión
/ 15 febrero 2025

No diré el nombre de ese maestro amigo mío de quien tantas cosas aprendí acerca de los libros y –más importante aún- acerca de la vida.

Tampoco mencionaré el nombre de la ciudad donde vivió, y menos aún el de la pequeña cantina a la que acostumbraba a ir en busca de la inspiración que en el fondo del vaso o de la copa espera a los inspirados.

Diré, sí, las palabras que con elegancia solía pronunciar cuando uno lo invitaba a ir ahí.

-Vamos –aceptaba con ademán munífico-. Pero ando inargento e impecune, de modo que gravitaré sobre tu presupuesto.

Conversábamos horas y horas. Sus temas principales eran las mujeres y Dios. De ellas hablaba durante la noche. De Dios hablaba cuando ya había luz. A la una de la mañana, el cantinero, que nos conocía de sobra, se iba a su casa. Nos decía:

-Ai síganle. Cuando se vayan dejen lo de la cuenta en el mostrador, apaguen la luz y cierren bien.

Eso me propongo hacer cuando me vaya. Mi maestro y amigo ya se fue.

¡Hasta mañana!...

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