Un tipo llegó a visitar a su amigo. Se sorprendió al escuchar un fuerte grito arriba, en la recámara. “¿Qué sucede?” −preguntó alarmado−. Respondió el otro con naturalidad: “Mi mujer está dando a luz”. Sugirió el amigo, preocupado: “Deberías llevarla al hospital”. “No es necesario –dijo el esposo−. Leí para esto un libro de ginecología, y voy a traer el niño al mundo sin gastar en doctores”. Se oyó otro grito más agudo. El marido se dirigió a donde estaba su señora, y regresó al poco tiempo. “Tuvo niño” –le informó a su amigo, muy contento−. En eso se escuchó otro grito. Subió el tipo, y volvió poco después con una gran sonrisa. “Eran gemelos −declaró−. Ahora fue una niña”. No había acabado de decir eso cuando otro grito se escuchó. Subió el hombre, y cuando regresó dijo ya algo inquieto: “Otro niño”. Se escuchó gritar de nuevo a la mujer. El tipo se apresuró otra vez, pero ahora no fue a la recámara: se dirigió a su estudio. “¿Qué haces?” −le preguntó, asombrado, el amigo−. “Voy a consultar aquel libro –respondió el sujeto−. No sé cómo se cierra eso”... Muchos cristianos, católicos lo mismo que evangélicos, habrán de recordar hoy la muerte en cruz de quien según su credo es el Mesías Redentor. En términos de teología, el pecado del hombre contra Dios, pecado de soberbia, fue tan grande que ningún hombre era capaz de lavar esa tremenda culpa. Sólo Dios mismo podía pagar el precio de la terrible acción por la cual el hombre se alejó de la divinidad. Así, en términos de catolicismo, se consumó el misterio de la Encarnación, por el cual Dios se hizo hombre para salvar al hombre. Lo divino se convirtió en humano. Todas las cosas tienden ahora a que lo humano se convierta en divino. Tal es nuestra vocación; tal es la vocación del mundo. La fuerza de gravedad de lo creado hace que las criaturas vuelvan a su primer origen, y el nuestro es el Amor primero, el Absoluto. A ese Amor regresaremos, y nos encontraremos nuevamente en él. No importa que no creamos: ¿importa acaso que no crea el polvo? Lo único que importa es la humildad; la renuncia a la soberbia; tener la fuerza que se necesita para reconocer nuestra debilidad. Lo demás se dará por añadidura. Hagamos que no se apague en nosotros el ansia de eternidad. También para nuestra muerte habrá resurrección, igual que para nuestra vida hubo nacimiento. El día en que salimos del vientre de nuestra madre sentimos seguramente que íbamos a morir, expulsados de aquel mundo silencioso y cálido. En realidad íbamos a nacer. Quizá la muerte sea lo mismo: y al salir de este otro vientre, el de la madre tierra, pasaremos a otra vida que ahora no conocemos, pero que nos espera, como ésta nos esperó... Pepito le preguntó a su papá: “Papi: ¿cuándo eras niño ibas todos los domingos a la iglesia?”. “Absolutamente todos –respondió con voz firme el señor–. Nunca falté a la iglesia los domingos”. Declaró el chiquillo: “Entonces yo ya no voy a ir”. “¿Por qué?” –se sorprendió el papá–. Explicó Pepito: “Lo más probable es que a mí tampoco me haga ningún efecto”... La señorita Himenia, célibe madura, oraba devotamente. “Señor: no me dejes caer en la tentación. Pero al menos déjame darme algún resbaloncito”... El padre Arsilio pidió a los feligreses que hicieran ofrecimientos de dinero para las obras de restauración del templo. Don Moneto, el más rico del pueblo se puso en pie y manifestó, soberbio: “Ofrezco mil pesos”. Mesalina, la prostituta del lugar, dijo, humilde: “Yo ofrezco 10 mil”. El buen sacerdote quedó desconcertado: “No sé si aceptar ese dinero –declaró–. Es fruto del pecado”. “Acéptelo, padrecito –propuso un individuo–. Ahí hay aportaciones de todos nosotros”...
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