Navidad: De la fiesta del Sol Invicto al Niño Jesús

Opinión
/ 24 diciembre 2023

Como en todos los pueblos del mundo, en nuestro país la religión ha sido un elemento fundante de la cultura. Antes de la llegada de los españoles se practicaban un sinfín de religiones, tantas como naciones existían. Religiones politeístas y animistas que, por supuesto, tenían como destino de sus mitos y rituales los fenómenos y elementos de la naturaleza –rituales con plantas, particularmente alucinógenas, bailes y mitos–, entre otras tantas formas que ellos consideraban pertinentes para desplegar su espiritualidad.

Así fue como se dio la intersección entre pueblos originarios mexicas –dado que era el imperio reinante– y la religión católica propia de los españoles y portugueses que llegaron a nuestras tierras. Religión emanada del judaísmo tradicional, donde también, de la misma forma que las religiones originarias de los antiguos mexicanos –cfr. Miguel León Portilla–, surge de las costumbres, cosmovisiones, tradiciones y prácticas cotidianas del pueblo.

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Ese, por lo tanto, será el sustrato que estará debajo del encuentro de ambas culturas, con distintas lenguas, formas de ser, costumbres, comportamientos y religiones, a eso le llamamos de aquí en adelante. En nuestros territorios ese sincretismo dio origen a lo que denominamos religiosidad popular, que es parte de esos dejes que tenemos cuando de pronto nos damos cuenta que, en México, la religión no es químicamente pura.

A diferencia de otras latitudes y, por supuesto, teniendo en cuenta que la religión de quienes llegan se convierte en oficial, una vez que se da la conquista el tema del sincretismo es lo que puja. Por sincretismo se entiende la mezcla de dos religiones que dan lugar a una nueva; es nuestro caso. La Enciclopedia de Humanidades denomina sincretismo al proceso cultural en el que dos tradiciones o doctrinas religiosas e incluso prácticas lingüísticas se entremezclan, conciliando sus contenidos diferentes.

Así es como se han confeccionado las diferentes prácticas que ahora celebramos. La Navidad, por ejemplo, tiene sus orígenes en la celebración romana del “Sol Invicto”, que se celebraba en el solsticio de invierno, entre el 22 y el 25 de diciembre (el mes décimo). La Biblia no determina ningún día en concreto.

Aureliano, emperador romano, en el año 274 había hecho del culto del Sol Invicto un tema oficial y el culto principal del “panteón romano”. Fue Constantino (337-280) quien fijó la fecha por el 25 de diciembre para contrarrestar el culto al Sol, una vez que se había convertido al cristianismo. De hecho, recordemos que la conversión de Constantino se da de frente al Sol en una visión donde ve una cruz y escucha una voz que dice: “con este signo vencerás”. Ya cristiano, Constantino convertirá a Cristo en el nuevo Sol Invicto, en el Sol de Justicia o, como lo afirma Simeón en su cántico, “Luz para alumbrar a las naciones” (San Lucas 2, 22).

A partir de este momento se remplaza el culto al sol por la celebración cristiana de la Navidad, aunque, por supuesto, no como la tenemos en este momento. La religión, como la ciencia, surge del asombro y en muchos casos del miedo y de las faltas de explicación que tenemos los seres humanos. El sol siempre fue un tema de asombro que, por tanto, en la mayoría de los pueblos que comenzaron a buscar explicaciones de los grandes misterios acabaron, en su búsqueda, adorándolo como a un dios; en muchas culturas era el dios central. Los egipcios, los griegos, los romanos, los incas, los mexicas y los pueblos mesoamericanos lo hacían.

En nuestras latitudes pasó algo similar. Los mexicas y los pueblos nahuatlacos celebraban la fiesta del “Levantamiento de banderas”, donde conmemoraban el nacimiento de Huitzilopochtli –el dios de la guerra–; estas fiestas se celebraban durante 20 días y al final coronaban a su dios, colocando banderas en los árboles. Curiosamente la fiesta se celebraba la noche del 24 y en el transcurso del 25 de diciembre se invitaba a los vecinos a compartir la comida del día con ellos. Aquí es donde empatan y se suplanta el culto al dios de la guerra por el culto al rey de la paz, y es donde aparecen las posadas.

Aprovechando la tradición, se obtuvo permiso del Papa para celebrar las “misas de los aguinaldos”, donde se ornamentaban con pasajes del nacimiento de Jesús en los Evangelios. Ahí se daban regalos que se conocían como aguinaldos, y se repartían velas, dulces, bengalas y se le pegaba a la piñata. Esta representaba a los pecados capitales (la soberbia, la avaricia, la pereza, la envidia, la lujuria, la gula y la envidia), por eso era de 7 picos a la que se golpeaba con un palo (que simboliza a Dios) y representaba la renuncia al mal y la aceptación del bien; el triunfo de la fe sobre el pecado. Sintetizando, se cambia la celebración de Huitzilopochtli por la del Niño Jesús.

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Como dijo un personaje de la política –de triste memoria– “haiga sido como haiga sido”, en este momento nos encontramos. Sincretismo puro, tradiciones que se han legitimado, mercadotecnia de grueso calibre, como usted quiera. Son días que tienen su base en la suma, en la comunidad, en la celebración, en la unidad, en la paz.

Y como en el antiguo Imperio Romano, al inicio del culto el emperador Aureliano decretó esta recomendación de la que no podía sustraerse absolutamente nadie y que por aquí les dejo: “En el venerable día del sol se dejará a los magistrados y al pueblo de las ciudades descansar y se cerrarán todos los talleres. En el campo las personas ligadas a la agricultura podrán voluntaria y legítimamente continuar sus labores, pues con frecuencia sucede que el día siguiente no es el adecuado para sembrar o plantar viñas, pues se teme que por dejar pasar el momento propicio para tales operaciones se perderá el favor del cielo” (Código de Justiniano 3, 12, 2). En este ánimo preparémonos a celebrar la Navidad que, una vez más, tenemos como posibilidad de vivir. Felices Pascuas de Navidad para todas y todos. Así las cosas.

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