Pascua: Cincuenta días de alegría
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Después de la victoria de Cristo sobre la muerte, se quitan todas las piedras que impiden disfrutar de la vida auténtica en plenitud.
Quedan vacíos los sepulcros de grandes metas juveniles. Las ilusiones que estaban muertas han resucitado. Los sueños cancelados despiertan a la realidad.
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La Pascua es paso de muerte a vida, de tristeza a alegría, de desilusión a esperanza, de ignorancia a sabiduría, de debilidad a fortaleza, de caos a orden, de vagancia a rumbo, de enfermedad a salud, de problema a solución, de guerra a paz, de rencor a reconciliación.
GRANDEZA DE LO COTIDIANO
La Pascua de Cristo está presente en la vida del creyente en todas las pequeñas victorias cotidianas y en las grandes decisiones de la vida. La vida pascual es un júbilo interior que no conoce ni entiende la mundanidad. Es el tiempo pascual un cincuentenario para entrenarse a permanecer en la alegría en cualquier situación.
Las piedras se van removiendo y se abren las puertas que se habían cerrado. Hay una nueva fuerza interior que hace posible lo que había descartado la sombra de la mediocridad. Va surgiendo lo diferente, lo extraordinario.
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Amanecen días para renacer, para recomenzar, para volver a las raíces, a los orígenes, ahí donde surgió el primer amor. A los apóstoles los citó el resucitado en Galilea porque ahí habían sido llamados y donde todos dieron su respuesta más generosa. Hubo en cada encuentro con el Maestro un brote precioso de la mejor versión de cada uno.
SIN ACTITUD EQUIVOCADA
La indumentaria interior para este tiempo en que llueven bendiciones es la conversión a sí mismo para no seguirse maltratando por querer recto uso sin leer el instructivo, por querer improvisar gobernados por capricho, antojo, ocurrencia, sensación, emoción o idea deshumanizada.
También curarse del contagio del pasado y del fantasma del futuro al convertirse al presente, único lugar en que hay vida, al aquí y ahora en que está el verdadero desafío existencial.
SABER REÍR
Lo pedía en su plegaria Tomás Moro: “Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma recta que sepa aprovechar lo que es bueno y puro y que no se asuste ante el desorden, sino que encuentre el modo necesario para poner las cosas de nuevo en orden.
“Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos, y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se llama ‘yo’. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas para que cultive en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás”.