Pensar, un ejercicio peligroso
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Este amigo mío con el que tomo la copa –varias– los martes por la noche tiene en materia de religión opiniones que lo desopinan ante alguien como yo, nutrido cuando párvulo en el Catecismo del buen Padre Ripalda y formado después en colegio católico. Dice ese mi heresiarca amigo, entre otros decires inquietantes: “No dudo de que Dios exista. De lo que dudo es de que nosotros existamos para él”. Desde luego sus puntos de vista no me escandalizan. He adquirido esa plácida y placentera forma de existencia, la serenidad. Amado Nervo escribió un libro que se llama así: “Serenidad”. López Velarde hizo otro cuyo nombre es “Zozobra”. ¿Oposición o crítica? No creo. Pienso más bien que cuando el autor de “La Suave Patria” puso en sus crípticos versos: “... y nuestra juventud, llorando, oculta / dentro de ti el cadáver hecho poma / de aves que hablan nuestro mismo idioma”, aludía al poeta nayarita, fallecido en Uruguay y cuyo cuerpo, embalsamado −“hecho poma”−, fue traído en barco a México para su sepultura aquí. Pero advierto que me estoy apartando de mi tema, y eso que todavía no sé cuál es. Evoco, sí, un recuerdo de infancia. Por los 5 años andaría yo cuando una tarde se escuchó en nuestra casa un ruido grande y sordo que oigo todavía, así de grabado quedó en mi memoria. Salimos presurosos a la calle, igual que todos los vecinos, a preguntar qué había sucedido, y a poco vimos venir calle abajo a Lucita y Mariquita López, feligresas del templo jesuita de San Juan Nepomuceno. Pálidas y temblorosas, sus vestidos talares, eternamente luctuosos, cubiertos de polvo, nos dijeron que la cúpula de la iglesia se había desplomado. Infinitas gracias a Dios daban porque ellas apenas iban a entrar al recinto cuando ocurrió el desastre. Se habló luego de un milagro, pues no había nadie en el templo cuando la cúpula se vino abajo, y por tanto no hubo pérdida de vidas como seguramente habría habido si aquello hubiera pasado en la hora de la misa o el rosario. Cuando un par de años después fue inaugurada la nueva cúpula, los padres de la Compañía oficiaron un solemnísimo Te Deum para dar gracias a Dios por aquel evidente prodigio, obra de su infinita misericordia. Mi amigo, cuyo caudal de dudas es muy caudaloso, se pregunta por qué no sucedió igual en el caso de la iglesia cuyo techo se derrumbó en Ciudad Madero, causando la muerte de una decena o más de fieles que habían asistido en familia, con alegría y devoción, a una ceremonia bautismal. Los predicadores, señala mi amigo, el de ánimo polémico, explican estas cosas diciendo que los designios de Dios son inescrutables, pero eso no atempera el dolor de quienes en un suceso así pierden a un ser querido. En este momento haré a mis cuatro lectores una confesión. Quisiera alejarme de mi amigo. Sus interrogaciones me ponen a pensar, y a estas alturas de mi vida eso de pensar constituye un ejercicio peligroso. Permítanme a ese respecto el lujo de citar –no de recitar– unos versos del mejor Machado, Manuel, aprendidos en la preparatoria del Ateneo Fuente glorioso y no olvidados aún: “... Mi voluntad se ha muerto una noche de luna / en que era muy hermoso no pensar ni querer. / Mi ideal es tenderme sin ilusión ninguna. / De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer...”... Procuraré alegrar ahora con un lene chascarrillo la graveza de la anterior lucubración... El padre Arsilio se dirigió a los asistentes a la misa: “En este pueblo existe un grave problema de alcoholismo. Ayúdenme a combatir ese nefasto vicio”. Desde el fondo se oyó la voz de un individuo en evidente estado de ebriedad: “¡Ah no! ¡Déjenlo que se chingue él solo!”... FIN.
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