Pitiquito

Opinión
/ 28 julio 2025

Aquí sucedió un acontecimiento memorable que bastaría para inscribir con letras de oro el nombre del poblado en los anales de la Historia Nacional

–¡Ándale, córrele, vuélale, búllele!

Una niña grita por la ventana esa convocatoria esdrújula.

Luego añade con voz entusiasmada:

–¡Aquí está Catón!

Pregunta su amiguita, también con un grito:

–¿Quién es Catón?

Responde la pequeña:

–¡No sé, pero tú vente!

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Estoy en Pitiquito, población de 3 mil habitantes en el noroeste de Sonora, ya cerca de Caborca. He sido invitado por el Cobach. Este nombre parece el título de un cacique yaqui, o mayo, pero no: Cobach se llama el Colegio de Bachilleres del Estado, Plantel Pitiquito. Tiene 150 alumnos esta escuela, que ocupa una vieja casona del pequeño lugar. Los muchachos son altos y espigados; las muchachas se parecen todas a Brigitte Bardot. Podría uno cerrar los ojos –no dan ganas–, escoger a cualquiera de ellas al azar e inscribirla en el concurso de Miss Universo. Saldría por lo menos en segundo lugar. Tienen esas lindas muchachas nombres muy sonoros –son de Sonora– y de difícil ortografía: Adalynn, Yahjimel, Luann...

La directora del Cobach es muy joven. Ella se llama Migdalia. Todos los profesores son igualmente cortos en edad. Me dice uno:

–Yo soy el que subo el promedio. Tengo ya 36 años.

Para llegar a Pitiquito debe uno volar de Monterrey a Hermosillo, y luego ir por carretera de doble vía hasta Santa Ana. Se hace ahí una parada obligatoria para comer una de las enormes milanesas –de un cuarto de hectárea cada una, calculé– que vende el Restaurante “Elba”, equivalente del Café Tena en el Saltillo de los años cincuenta. De ahí a Caborca. Antes de llegar a Caborca se encuentra Pitiquito.

En Pitiquito sucedió un acontecimiento memorable que bastaría para inscribir con letras de oro el nombre del poblado en los anales de la Historia Nacional. Casi nadie conoce ese suceso. Yo lo supe por el Cronista del lugar, don Benjamín Lizárraga. Cuando el general Pershing entró en territorio mexicano con su famosa Expedición Punitiva para castigar a Pancho Villa por el asalto de Columbus, los pitiquiteños ardieron en patriótica indignación. Recordaron el “masiosare” del Himno Nacional y se reunieron todos en la plaza pública. “¿Con que expedición punitiva, eh?”. Pos ya verían los gringos.

Fueron a sus casas y se armó cada uno con lo que pudo: el rifle venadero; la escopeta para cazar codornices y conejos; la vieja carabina con que el abuelo se defendió de los apaches... Montaron aquellos Quijotes del desierto en sus cansinos Rocinantes y se dirigieron en dirección al norte. Su propósito: internarse en los Estados Unidos en una incursión para vengar la invasión yanqui.

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Ya iban a cruzar la frontera –se hubiera armado la de Dios es Cristo–, pero el aviso de lo que sucedía llegó a Hermosillo, y una tropa de soldados federales acudió apresuradamente a detener a los pitiquiteños. Se devolvieron éstos de muy mala gana, diciendo pestes contra Pershing y contra los soldados, pero el recuerdo de esa gloriosa expedición, aunque frustrada como la primera salida del hidalgo de la Mancha, quedó por siempre en la memoria colectiva.

Jamás habría yo imaginado que un día me iba a ver al lado de “Los Temerarios”, “Bronco”, “Los Tigres del Norte” y “Los Tucanes” de Tijuana, todos juntos, más otro grupo que lleva el inquietante nombre de “Los Culpables”. Diré mañana cómo me vi en tan fuerte compañía.

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Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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