Don Quijote y Don Miguel

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Con todo respeto al cervantista don Juan Antonio García Villa, quien escribe en estas mismas páginas de VANGUARDIA, esta vez escribiré de Don Quijote por haberse cumplido el pasado día 23 el cuarto centenario del fallecimiento de Cervantes, el insigne autor de esa obra cumbre de la literatura española.
Se cree que después de la Biblia, “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, que viera la luz pública en 1605 cuando el maestro Juan de la Cuesta imprimió por primera vez sus páginas en Madrid, es el libro más leído en todo el mundo. Muy cierto es que los rasgos de las efigies inmortales de Don Quijote y Sancho Panza han permanecido incólumes desde que aparecieran por primera vez las dos figuras ecuestres representadas en un grabado, en cuyo fondo se ven los molinos de viento, en la portada de una edición inglesa de 1620. Ese grabado inició una noble serie de ediciones ilustradas por artistas de todas las épocas y nacionalidades, en las que firmas de pintores y grabadores tan famosos como Gustavo Doré, Salvador Dalí y Smirke, alternan con láminas rusas, croatas, holandesas, italianas y hasta con las japonesas, de insondables misterios para los occidentales.
Como las ediciones del Quijote se han hecho en todos los idiomas de la Tierra, aún en las exóticas lenguas nórdicas, hebraicas, arábigas, turcas e indostánicas, se piensa que la historia del valeroso caballero pudiera ser la que verdaderamente ha llegado a todos los rincones del planeta. En la historia de la América española hay un curioso episodio relacionado. Se dice que la primera edición de Don Quijote fue traída completa al Nuevo Mundo, que se desembarcó en Perú y que los libros fueron distribuidos por un mercader en la región del Cuzco. Poco tiempo después, en uno de los pueblos cuzqueños más alejados de la civilización, tuvo lugar una increíble aparición. Las autoridades habían convocado a un certamen a la usanza europea, en el que por tandas, dos caballeros disfrazados se enfrentaban en una carrera para ensartar en su lanza una sortija. La sorpresa de la gente fue mayúscula cuando a la justa se presentó el “Caballero de la triste figura” montando un jamelgo igual al Rocinante y acompañado de su escudero, el inefable Sancho, en flamante asno. El caballero disfrazado de Don Quijote resultó ser el alcalde del pueblo, que no ganó el certamen, pero sí el premio al mejor disfraz. Del suceso quedó un registro escrito y, hasta ahora, no se conoce otro más antiguo. Se considera, por tanto, que esa fue la primera vez en el mundo que las figuras de los famosos personajes fueron representadas por hombres de carne y hueso.
Mucho se ha escrito de Don Quijote. Los mejores poetas del orbe le han cantado. De los nuestros, Renato Leduc lo bautizó como “El manchego quimerista”, y Rubén Darío, en “Letanía de nuestro señor Don Quijote”, lo llama “noble peregrino de los peregrinos”, y hace que Hamlet le ofrezca una flor a ese “Rey de los hidalgos, señor de los tristes, / que de fuerza alientas y de sueños vistes”.
Tal vez el mensaje del caballero andante es que no hay que tomarse muy en serio, por más que el drama quiera apoderarse de nuestras vidas; que hagamos persistir esa especie de humor que al de la triste figura le hacía divertirse con la humanidad, en vez de odiarla. Quizá para eso tengamos que ver, como Don Quijote, doncellas en las prostitutas, inocentes esclavos en los presos y soldados en los borregos, y afirmar con él, lo que le dijo a Sancho cuando le preguntó la causa de tanta locura si Dulcinea no le había hecho nada que la justificara: “El toque está en desatinar sin ocasión”, le contestó.
Tal vez esa sea la manera en que en la vida, como en Don Quijote, se mantengan vivos la realidad y el sueño. ¡Bendito seas, Don Quijote! ¡Bendito seas Miguel de Cervantes Saavedra!
edsota@yahoo.com.mx