El extraño caso de Melania, o no
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En el año 2003 conocí a una mujer casada con un jornalero michoacano alcohólico y violento. Con el machete que usaba como herramienta de trabajo, le había mutilado ya dos dedos a su esposa.
Yo intentaba, junto con otro grupo de “expertas” (valgan las comillas en todo su irónico peso), aportar contenido a la Secretaría de Salud para la creación de un modelo de atención a mujeres en situación de violencia. Así le llamábamos, qué vergüenza, masticando la complaciente construcción gramatical que nos permite tolerar la realidad alejando al sujeto del adjetivo. No decíamos mujeres violadas, ni mujeres mutiladas, ni mujeres golpeadas. No. Eran mujeres en situación de todo eso.
Un día dices: La uña. ¿Qué es la uña?
Una excrecencia córnea
que es preciso cortar. Y te la cortas.
Y te cortas el pelo para estar a la moda
y no hay en ello merma ni dolor
Entendíamos poco, lo admito, pero en el corazón había un enorme deseo de hacer algo. Ella misma nos pidió ayuda, quería asesoría legal para divorciarse. Le asignamos una abogada de oficio y el caso avanzó hasta que tuvo lugar el careo, donde debía sostener los cargos por violencia contra su esposo. Pero desistió. Nos llamó llorando, pidió perdón y dijo que no podía hacerle eso a su marido. Tres días después supimos que el hombre le había clavado el machete en la cara, haciéndole perder el ojo derecho. No quiso hablar con nosotros. Nos dejó con un nudo de culpa en el diafragma y un puñetazo en el alma. No pudimos hacer nada.
Otra día viene Shylock y te exige
una libra de carne, de tu carne,
para pagar la deuda que le debes
En la revista Vanity Fair del mes de enero se publicó una entrevista a Melania Trump que perturba. Sus respuestas cuando no son evasivas, son naíf o punto menos que esquizoides; parecieran las respuestas de alguien que tiene poco contacto con la realidad. Pero por alguna razón, leer y observar a esta mujer no provoca desprecio —al menos no a mí ni a los miles que bromeando insisten con #FreeMelania. Será porque su mirada de muñeca rota, su apariencia de decoración viviente y la sola idea de que debe tolerar a Donald Trump entre sus piernas resultan escalofriantes. Hay algo en ella que reverbera fragilidad, a pesar de su envoltura áurea y el espagueti platinado con los que engalana la portada de ese número de la revista.
Y después. Oh, después:
palabras que te extraen de la boca,
trepanación del cráneo
para extirpar ese tumor que crece
cuando piensas.
Ella encarna la iconografía de la esposa perfecta, la que lo tiene todo para su marido precisamente porque no tiene nada para sí misma. Sobrecogedor.
Las tetas de Melania, según las palabras del propio Donald en una entrevista con Howard Stern ahora muy difundida, son el principal motivo para estar con ella; desde luego cuenta toda su figura de proporciones irreprochables y que no se tira pedos ni hace caca delante de él, pero lo primordial, apunta ese primate sin cola que hoy ocupa la presidencia de EU, es que las tetas de su mujer son extraordinarias.
Es inevitable preguntarse, ¿cómo puede Melania o cualquier mujer tolerar a semejante bestia por pareja? ¿cómo puede dormir con él, escucharlo, mirarlo sin sentir náuseas? ¿cómo puede darle la mano siquiera?
A la vista del recaudador
entregas, como ofrenda, tu parálisis.
De hija de un padre endeudado y evasor de impuestos en Eslovenia a modelo de pasarelas en Nueva York a esposa de Donald Trump. Con poca suspicacia se puede construir una línea narrativa que explique la historia. Pienso en Rita Hayworth y aquel padre que, para pagar sus deudas, la prostituía siendo apenas una niña en el Casino de Agua Caliente de Tijuana en los años veinte. Pero al final no son más que especulaciones porque los motivos de Melania para permanecer junto a Donald Trump aún son indescifrables.
Estar con un hombre poderoso puede erosionar la identidad de algunas mujeres hasta despojarlas de sí mismas. Todos conocemos casos de mujeres que aceptan condenarse al segundo plano en una relación oculta durante décadas porque él no quiere reconocerla abiertamente, o de esposas que no se liberan por miedo al poderío de su marido. Un miedo que probablemente quienes tenemos la fortuna de vivir entornos menos violentos jamás conoceremos y que es difícil dimensionar e imposible de juzgar.
Lo cierto es que, a veces, el poder de la pareja puede mutilar, ya sea el del dominio económico o el de quien tiene el arma. Un machete, por ejemplo.
Es duro señalar a alguien como víctima de sí misma y, sin embargo, obviar la elección individual es terminar de aniquilar las posibilidades de la autonomía que defendemos.
La amputación de sí misma está ahí, al menos la amputación de la conciencia. Viene a mi mente el caso de Gloria Trevi (perdonen el símil pero extraños caminos tiene la asociación de ideas); todo lo que esa mujer vivió, la red de trata de la que formó parte, los abusos, el asesinato de su bebé y cómo fue leal a Sergio Andrade sólo es explicable apelando a la inconsciencia, a la locura.
Para tu muerte es excesivo un féretro
porque no conservaste nada tuyo
que no quepa en la cáscara de una nuez.
Quizá en el futuro nos enteraremos que la señora de Trump (el “de” más posesivo que nunca) es una especie de Gertrudis de Hamlet o una Lady Macbeth, una cónyuge más a lo Shakespeare como Karime Macías, la esposa de Javier Duarte —cuyo caso amerita una novela por entregas.
Pero con Melania la contundencia de su apariencia física y su hermetismo dificultan saber qué pasa por su cabeza. ¿Encaja mejor en la figura de otra concubina del temible Barba Azul? Cómo saberlo.
Cuando veo su rostro impávido recuerdo esa experiencia de hace casi quince años. ¿Qué hacer cuando ella no quiere hacer nada?, ¿lo ético es mantenerse al margen porque eso también es respetarla?
Qué difícil asimilar que fenómenos así ocurren por esta aberrante cultura de inequidad de género y misoginia que parece no tener fin. Pero ahí está Michelle Obama, casi antítesis de Melania Trump, para recordarnos que también ocurren porque así es la misteriosa condición humana y que, a menudo, las elecciones personales rebasan lo social y lo ideológico.
Y epitafio ¿en qué lápida?
Ninguna es tan pequeña como para escribir
las letras que quedaron de tu nombre. (*)
*Versos del poema De Mutilaciones, de Rosario Castellanos
@AlmaDeliaMC