El resentimiento

Politicón
/ 16 abril 2020
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Cuando a la cascarita se le ponen rosados los bordes y se inflama un poquito, malo el cuento. Y si le pinchas con una aguja y sale pus, peor aún, porque está infectada. Más inflamada y más rosada hasta ponerse casi roja, el tema se complica, porque debajo de la costrita esa que en apariencia nos dice que ya, que la herida está sanada, hay un mal en ebullición que si se queda adentro y no sale, hará más daño del que en un principio nos imaginamos.

Igual sucede con el resentimiento.

Les platico: Los días de confinamiento social son propicios para los arreglos interiores. Bueno, a veces sirven también para poner cierto orden en lo exterior y es así como de repente nos damos cuenta que de “Cien Años de Soledad” tenemos tres libros; dos de “Demian” y otros tantos del “Aleph”, del infaltable Borges.

Descubres de pronto que la “Rayuela” que hace muchos años le prestaste a “fulano de tal” porque se enamoró de Cortázar y de La Maga en una de esas charlas de sobremesa, hoy -por lo pronto- extinguidas por el virus, nunca te lo devolvió y tienes que reprimir el impulso de llamarle en ese mismo instante para pedirle que te lo regrese, pero te detienes al recordar el viejo adagio de que: “tonto el que presta un libro y más aún el que lo regresa”.

Estos días obligados de guardar son buenos para saber qué tantas cuentas les guardamos a quienes la vida hacen con nosotros. Y saber también las facturas que ellos te guardan a ti esperando el momento de cobrártelas.

Y de pronto te das cuenta de que un simple comentario que habitualmente pasabas por alto o una pregunta que nunca antes te sonó tan rara, o un arqueo de cejas, o un …mmmm… dubitativo que fluían así sin más, hoy te resultan fuera de lugar y despiadadamente se los haces ver y saber a sus autores…. y viceversa.

“De repente como que nos brota lo animal”, decía mi abuela la financiera, mientras mi bisabuelo el mudo asentía con la cabeza y mi tío el sordo, también.

En la solariega casa del centro, apenas pasaban los primeros seis días de la Semana Santa, la matriarca del clan nos decía que ya, que ahora estábamos en el Domingo de Pascua y que los días de estar guardados velando con las rezaderas, habían pasado.

De niño nunca supe por qué le decían así a ese domingo, pero lo intuía, porque veía cómo los colores volvían a cobrar vida en la casa, mientras los negros y los grises se guardaban hasta el próximo año -o antes- si se daba un funeral.

Me gustaba tanto ir a buscar los cascarones de huevos de pascua que mi abuela y mi mamá enterraban en el patio -todos pintados de colores y rellenos de confeti- que me valía madres el significado de esa celebración. A mí lo que me interesaba era lo que traían adentro porque a veces eran golosinas.

Una vez, un amigo bien picudo para la edad que tenía -la misma que la mía- me explicó que ese domingo -el séptimo de la Semana Santa- se terminaban los días de estar de huevones encerrados en las casas y que por eso la costumbre de los huevos pintados y enterrados.

Le creí, porque veía que era cierto… lo de los huevones encerrados en sus casas por siete días.

En mis años de primaria no teníamos clases durante toda la Semana Santa, pero luego las costumbres hicieron que las escuelas también pararan una semana después y así, los huevones de 7 días se volvieron de 14, aunque en el domingo de la segunda semana ya no había huevos de colores qué desenterrar.

No entendía -y sigo sin entender- por qué los diputados, los senadores y muchos otros burócratas se toman de vacaciones la Semana Santa y luego también la que sigue, como si de Pascua fueran ocho días y no uno.

Y ahí entraba otra vez al quite mi abuela la financiera: “Es que son huevones por partida doble”, y yo asentía, como igual lo hacían el mudo y el sordo de la familia.

En la casa yo escuchaba -además de los rezos- que esos días santos de guardar eran muy buenos para que uno expiara sus pendientes internos.

Nada de pecados, porque desde entonces ya sabía del Dios de Spinoza, ese que no castiga ni  fustiga; el que encuentras y te sonríe en cada amanecer y atardecer; en el día y en la noche; en las montañas, en los ríos y en los mares; en la sonrisa de quien quieres y te quiere; el que se nos hace presente en el amor y no en el clamor.

Y como parte de ese expiar, aprendí desde muy niño que lo más canijo de extirpar, era el resentimiento, porque me daba cuenta de que es algo así como una factura que nos elabora alguien y nos la va cobrando poco a poco y con los intereses más altos del mercado.

Y peor tantito, porque nos facturan cuando no tenemos ni quinto para pagar.

A mis hijos, de chiquitos, trataba de explicarles eso del resentimiento así, con el mismo ejemplo que aprendí.

Crecieron y mi explicación se fue volviendo cada vez más elaborada: “Has de cuenta que el resentimiento es tan vil, que se lo soltamos a alguien cuando se encuentra desvalido, indefenso, o cuando nos enojamos y buscamos cómo defendernos sacándole las cuentas pasadas que rigurosamente le llevamos”, les decía, y ellos asentían.

Más adelante, les platicaba: “El resentimiento es hurgar de la persona a quien se lo soltamos, lo malo de entre todo lo bueno que tiene y apuntar sin piedad ni misericordia hacia sus zonas blandas buscando hacerle daño”.

Los recuerdos que de todos nos guardamos, tienen una especie de magia: Podemos verlos de colores -como los de la Pascua o de una fiesta- o ser negros y grises, como los días más dolorosos de la Semana Santa o los de un funeral. De nosotros depende si los gozamos… o los sufrimos…

Amigos, la vida es tan corta, que debemos beber solo buenos vinos...

Entonces, deseo que los días aciagos de ésta pandemia se te pinten pronto de colores, y que tus heridas hagan cascarita sin bordes rosados… y que no se inflamen.

 

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