Otra vez actor (como siempre)

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Siempre me ha gustado subir al palco escénico. Eso es mucho subir: pocos sitiales tan altos hay como el escenario de un teatro. Si acaso el solio de San Pedro en Roma, y a lo mejor me alargo.
La última vez que subí a un foro escénico, si la memoria no me engaña, fue cuando contribuí a formar un grupo de teatro en la antigua Escuela de Leyes de la Universidad. De él formaban parte muchachas y muchachos que son ahora abogados prominentes. Lástima, tan buenos actores y actrices que eran.
Propuse para el debut de dicho grupo el “Retablillo jovial”, de Casona, una divertida serie de tres pequeñas obras que suelen hacer reír al público y que es para los actores y las actrices, como se dice en el argot teatral, una perita en dulce, o sea una pieza sencilla y de éxito seguro. La dirección le fue encomendada a Alfonso González Dávila, uno de los mejores teatristas -así se dice ahora- que ha habido en la ciudad, cuya temprana muerte a todos nos entristeció.
Yo iba todas las noches a los ensayos, y asistí desde luego a la función de estreno, que tuvo lugar en el teatro de la Sección 35, entonces 38 (ó 38, entonces 35), por la calle de Manuel Acuña, al norte. La sala estaba llena. Cinco minutos antes de comenzar la función me fueron a avisar que uno de los actores no llegaba. Se había dado ya la segunda llamada. ¿Qué hacer?
-Esperemos -dije yo.
Ése es consejo sabio. Lo he impartido en otras circunstancias -a los mayores, ya se sabe, nos gusta mucho dar consejos-, y siempre la admonición ha dado buenos resultados. Pasaron 15 minutos, y el actor faltante no hacía acto de presencia.
-¿Qué hacemos? -me volvieron a preguntar, nerviosos, director y actores.
¿Qué habrían hecho en semejante trance Julio César, Aníbal Barca o Napoleón, hombres todos los tres muy decididos, según dice la Historia? Habrían pronunciado, de seguro, las mismas heroicas palabras que entonces pronuncié:
-Maquíllenme y tráiganme el vestuario.
Algunos aplausos de los demás actores -algunos más bien tímidos y no muy convencidos- saludaron aquel anuncio, en mi opinión merecedor de mayor reconocimiento. La maquillista me caracterizó con rapidez y arte; vestí desmañadamente el atuendo del personaje y salí a escena, no sin antes hacer lo que hago siempre antes de presentarme ante los públicos. ¿Persignarme? No. Revisar si no traigo abierta la bragueta, precaución muy necesaria y útil incluso a mis años.
Como pude empecé a decir mis parlamentos, tratando de recordar lo aprendido en los ensayos. En eso vi, sentado muy orondo en la primera fila de butacas, al actor a quien correspondía el papel que estaba actuando yo.
Entonces lo comprendí todo: aquello había sido una conspiración de los muchachos -en complicidad con Poncho González- para hacer que su severo profesor de Filosofía del Derecho se presentara ante sus estudiantes con la cara pintada y vestido de comediante antiguo.
No me sentí mal por aquel inocente engaño, lo aseguro.
En cualquier escenario, sobre todo en éste que es la vida, estoy como el pez en el agua.