Señales del fin del mundo (again)
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Lo hemos señalado ya en varias ocasiones en este espacio: el mundo (o, más bien, la humanidad) se aproxima irremisiblemente al precipicio en cuyo fondo se ubica el fin de la historia de nuestra especie. Hemos ya dado cuenta aquí de distintas señales –inequívocas, contundentes, rotundas– del inminente apocalipsis, de la hecatombe previsible.
Vale la pena reiterar el carácter optimista de esta columna. Pese a los evidentes nubarrones de tormenta albergamos secretamente la esperanza en el milagro salvador, en el héroe o providencial gracias al cual la humanidad logra evadir el golpe mortal en el último nanosegundo.
Pero la realidad es terca y se empecina en machacarnos cotidianamente lo evidente: los seres humanos estamos decididos al suicidio en masa y nada parece suficiente para sacudirnos y recapacitar: seguimos avanzando, lenta pero decididamente, a una suerte de eutanasia global, asumida tras auto diagnosticarnos el desahucio.
La más reciente ruta pavimentada para acceder a la cámara mortuoria es la “realidad aumentada”. Aunque no cualquiera, sino una de carácter específico: una suerte de espacio ínter dimensional en el cual se mezcla nuestra realidad “ordinaria” con el universo habitado por esa peculiar fauna parida por las neuronas niponas, los Pokémon.
Todo mundo –o casi– lo sabe a estas alturas: lo de hoy es salir a la calle a capturar las criaturas del universo Pokémon, ofrecerles residencia permanente en nuestros smartphones, entrenarles y luego lanzarnos con ellos a perseguir ganancias en el postmoderno coliseo de nuestros días, construido sobre cadenas de ceros y unos para el entretenimiento de la plebe, en el cual nuestros gladiadores se baten a muerte.
Porque, tal como ocurría con los esclavos convertidos en mártires de la arena en el antiguo mundo romano, los Pokémones (¿así se dirá en plural?) son cosas a las cuales se les han asignado sólo dos destinos posibles: perder la vida a manos del enemigo, o ser vendidos como cualquier mercancía.
No pretende este espacio salir a la defensa de tales criaturas o invocar a su favor alguna protección “humanitaria”, no. Al fin y al cabo se trata sólo de ficciones habitantes de un universo cuya existencia está permanentemente a nuestra merced, pues basta interrumpir el flujo eléctrico para hacerle desaparecer.
El problema, la amenaza, el riesgo inminente se encuentra en nosotros, en nuestra incapacidad para percibir el engaño, el veneno inoculado en la aparentemente apetitosa manzana de la realidad aumentada... Inspirados por algún diabólico habitante del Hades, los creadores de la aplicación “Pokémon Go” están llevando a los seres humanos al extravío de su propia esencia.
Las cifras son tan contundentes como alarmantes, según nos han ilustrado los medios de comunicación del mundo entero en los últimos días: la aplicación de marras, cuya forma de operación es esencialmente la de una red social, ha superado en descargas, en sólo unos días, a redes sociales como Tinder y amenaza con rebasar en cualquier momento a Twitter.
–¿Y...? –preguntará con estudiado acento cualquier interlocutor para quien el sueño de vida era emular en algún momento el mítico gesto de la señora Lucero.
–¡Pues cómo, y...! –espetará acá, su opinador de cabecera–: ¡pero si está claro como el agua!
Pero bueno, para quien no esté claro el asunto, pues lo explicamos con poke-bolas: mire usted, la red social Tinder es una plataforma (así se dice ahora en el argot millennial) inventada para reunir seres humanos con seres humanos.
En este espacio, lo confesamos, no teníamos la menor idea de la existencia de esta red y hay una poderosa razón para ello: no fue diseñada para la momiza sino para quienes habitan el paradisíaco espacio de la juventud. Pese a ello, nos parece muy bien emplear las neuronas en inventar mecanismos para reunir unas personas con otras personas afines.
–¿Y...? –reiterará con un dejo de sarcasmo el interlocutor de ocasión–: ¿a poco la humanidad requirió de redes sociales para cumplir el mandato divino de reproducirse y poblar la tierra?
Pues no: eso es cierto, pero no lo es menos la necesidad de advertir sobre el riesgo implícito en una red dedicada a reunir seres humanos con seres virtuales. Y para demostrar el acierto de esta afirmación ahí está la miríada de reportes periodísticos en los cuales se da cuenta de las estupideces realizadas por los humanos a quienes les ha nacido la fiebre de volverse “entrenador Pokémon”: desde caer solos en una estación de policía para provocar su arresto, hasta caer en una zanja por ir persiguiendo (estúpidamente) a un estúpido Pokémon.
A fuerza de insistir en reunirnos con seres virtuales, en lugar de con nuestros congéneres, podemos construir el camino de nuestra extinción... O, pensándolo bien, eso de perseguir Pokémones viciosamente podría convertirse en un buen método de control natal.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx