Trump: Recargado
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Parece increíble, queridos lectores, pero ya pasaron casi cuatro años desde aquella fatídica tarde en que Donald J. Trump descendió por las escaleras eléctricas del edificio que lleva su nombre en Manhattan para anunciar su intención de obtener la candidatura del Partido Republicano a la presidencia de EU.
Lo que parecía una treta publicitaria más destinada a elevar su perfil y el de sus negocios, tomada primero a broma por la clase política y los medios de comunicación estadounidenses y mundiales, terminó en lo que ya conocemos: la presidencia más peculiar, hostil y alejada de todas las normas de civilidad en la historia moderna de esa, la nación más poderosa del mundo.
Y con él no sólo ha cambiado la manera de hacer política en los Estados Unidos, sino en todo el mundo. El discurso nativista, de exclusión, de recetas simples y anticuadas que apela a la nostalgia y el resentimiento más que al futuro y la innovación, es la receta nada secreta del mago contemporáneo de la mercadotecnia política. Donald Trump ha transformado no sólo el tradicional (y bastante anquilosado) elenco de la vida pública en su patria, sus efectos se sienten, y resienten, alrededor del globo.
No es cosa menor lo sucedido en estos cuatro años: el discurso y las formas son otros, pero también los límites de lo que es y no aceptable. La mentira, la descalificación, el ataque a las instituciones, el desprecio por los acuerdos y tratados internacionales, por la diplomacia, por la convivencia cordial y civilizada entre las naciones. Los que eran amigos hoy son rivales, los socios son enemigos, mientras que algunos otrora impresentables (como el dictador hereditario de Corea del Norte) hoy se cuentan entre los amigos del señor de la Casa Blanca.
Por una variedad de razones, las cosas se le han dado bien a Trump, mucho mejor de lo que se pronosticaba y mucho mejor que a quienes les ha tocado el infortunio de lidiar con él. La economía ha tenido una expansión inusitada, la creación de empleos, la Bolsa están en niveles record. Y el orgullo patriotero también. Cuando analiza uno el tono y contenido de lo que dicen no sólo Trump y sus portaestandartes, sino el de muchos estadounidenses que hasta hace unos años eran apolíticos, vemos el profundo deterioro del diálogo y la concordia.
A eso le apuesta Trump, a la división y la polarización. Sabe, porque así lo hizo en 2016, que puede ganar de nuevo la presidencia con menos de la mitad del voto, siempre y cuando tenga la estrategia geográfica adecuada. Sabe también que su discurso divisivo genera tales niveles de apasionamiento que terminarán por alejar a los moderados de las urnas. Y mientras más sean los radicales que votan, mayores las posibilidades de su reelección.
Es tal el rechazo que Trump provoca entre sus detractores que —paradójicamente— le beneficia. Del lado del Partido Demócrata se han registrado 23 (sí, veintitrés) aspirantes a la candidatura presidencial. La altísima cifra de precandidatos y lo eterno de la campaña prácticamente garantiza el desgaste financiero, físico y emocional de los contendientes, mientras que Trump podrá hacer campaña desde la comodidad que le otorgan el cargo (a diferencia de México, el presidente en funciones sí puede mezclar sus funciones con sus actos de proselitismo) y el no tener rivales dentro de su partido. Eso quiere decir que llegará a la etapa final de la campaña con las arcas llenas y sin más desgaste que el que él mismo se imponga.
Si a eso sumamos su ya legendaria capa de teflón, que le ha permitido no sólo sobrevivir, sino salir fortalecido de escándalos que le hubieran costado la vida pública a cualquiera, tenemos que hacernos a la idea de que éste, el que nadie tomaba en serio al principio, bien podría terminar siendo un presidente de ocho años.
Más vale que nos agarren confesados…
Twitter: @gabrielguerrac