Por qué el acoso de Trump con sus aranceles podría ser contraproducente

Opinión
/ 23 febrero 2025

Por: Thomas L. Friedman

Creo que lo más aterrador de lo que está haciendo el presidente Trump con su estrategia de aranceles para todos es que no tiene ni idea de lo que está haciendo, ni de cómo funciona la economía mundial. Lo está inventando todo sobre la marcha, y todos le seguimos la corriente.

No estoy en contra del uso de aranceles para contrarrestar las prácticas comerciales desleales. Apoyé los aranceles de Trump y del presidente Joe Biden a China. Y si todo esto no es más que una llamada de atención de Trump para conseguir que otros países nos den el mismo acceso que nosotros les damos a ellos, me parece bien. Pero Trump nunca ha sido claro: unos días dice que sus aranceles son para aumentar los ingresos, otros días que para obligar a todo el mundo a invertir en Estados Unidos, otros días que para mantener fuera el fentanilo.

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Entonces, ¿de qué se trata? Como cantaban los Beatles, me encantaría ver el plan. Algo como: así es como pensamos que funciona hoy la economía mundial. Por tanto, para fortalecer a Estados Unidos, aquí es donde pensamos que tenemos que recortar gastos, imponer aranceles e invertir, y por eso estamos haciendo X, Y y Z.

Eso sería verdadero liderazgo. En lugar de eso, Trump amenaza con imponer aranceles a rivales y aliados por igual, sin ninguna explicación satisfactoria de por qué a unos se les imponen aranceles y a otros no, e independientemente de cómo esos aranceles puedan perjudicar a la industria y a los consumidores estadounidenses. Es un desorden total. Como el director ejecutivo de Ford Motor, Jim Farley, señaló valientemente (en comparación con otros directores ejecutivos): “Seamos sinceros: a largo plazo, un arancel del 25 por ciento en las fronteras de México y Canadá abriría un agujero en la industria estadounidense que nunca hemos visto”.

Así pues, o Trump quiere hacer ese agujero, o está fanfarroneando, o no tiene ni idea. Si es esto último, Trump va a recibir un curso intensivo sobre las duras realidades de la economía mundial tal y como es, no como él se la imagina.

Mi tutor favorito en estas cuestiones es el economista de la Universidad de Oxford Eric Beinhocker, quien llamó mi atención cuando hablábamos el otro día con la siguiente y sencilla afirmación: “Ningún país del mundo puede fabricar por sí solo un iPhone”.

Piensa en esa frase por un momento: no hay un solo país o empresa en la tierra que tenga todos los conocimientos o piezas o destreza de fabricación o materias primas que entran en ese dispositivo llamado iPhone que llevas en el bolsillo. Apple afirma que ensambla su iPhone y sus computadoras y relojes con la ayuda de “miles de empresas y millones de personas de más de 50 países y regiones” que aportan “sus habilidades, talentos y esfuerzos para ayudar a construir, entregar, reparar y reciclar nuestros productos”.

Estamos hablando de un ecosistema de red gigantesco que hace falta para que ese teléfono sea tan genial, tan inteligente y tan barato. Y ese es el punto de Beinhocker: la gran diferencia entre la era en la que estamos ahora y la que Trump cree que está viviendo es que hoy ya no es “la economía, estúpido”. Eso era en la época de Bill Clinton. Hoy, “son los ecosistemas, estúpido”.

¿Ecosistemas? Escucha un poco a Beinhocker, quien también es director ejecutivo del Instituto para el Nuevo Pensamiento Económico de la Oxford Martin School. En el mundo real, argumenta, “ya no existe una ‘economía estadounidense’ que puedas identificar de forma real y tangible. Solo existe esa ficción contable que llamamos PIB estadounidense”. Sin duda, afirma, “hay intereses estadounidenses en la economía. Hay trabajadores estadounidenses. Hay consumidores estadounidenses. Hay empresas con sede en Estados Unidos. Pero no existe una economía estadounidense en ese sentido aislado”.

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Los viejos tiempos, añadió, “en los que tú hacías vino y yo hacía queso, y tú tenías todo lo que necesitabas para hacer vino y yo tenía todo lo que necesitaba para hacer queso y así comerciábamos entre nosotros —lo que nos hacía mejores a ambos, como enseñó Adam Smith—, esos tiempos ya pasaron”. Excepto en la cabeza de Trump.

En su lugar, existe una red global de “ecosistemas” comerciales, manufactureros, de servicios y de intercambio, explica Beinhocker. “Hay un ecosistema del automóvil. Hay un ecosistema de IA. Hay un ecosistema de celulares. Hay un ecosistema de desarrollo de fármacos. Existe el ecosistema de fabricación de chips”. Y las personas, las piezas y los conocimientos que componen esos ecosistemas van y vienen a través de muchas economías.

“Los fabricantes de automóviles han construido una vasta y complicada cadena de suministro que se extiende por Norteamérica, con piezas que van y vienen a través de las fronteras durante todo el proceso de fabricación del automóvil”, señalaba NPR en un reciente reportaje sobre la industria automovilística. “Algunas piezas cruzan las fronteras varias veces —como, por ejemplo, un cable que se fabrica en Estados Unidos, se envía a México para ser agrupado en un grupo de cables, y luego de vuelta a Estados Unidos para su instalación en una pieza más grande de un coche, como un asiento”.

Trump se desentiende de todo esto. Él dijo a los periodistas que Estados Unidos no depende de Canadá. “No los necesitamos para fabricar nuestros coches”, señaló.

En realidad, sí los necesitamos. Y menos mal. Eso no solo nos permite fabricar coches más baratos, sino también mejores. Lo único que hacía un Modelo T era llevarte de un punto a otro más rápido que un caballo, pero los coches de hoy te ofrecen calefacción y enfriamiento y entretenimiento por internet y satélites. Navegan por ti e incluso conducen por ti, y son mucho más seguros. Cuando podemos combinar conocimientos más complejos y piezas más complejas para resolver problemas complejos, nuestra calidad de vida se dispara.

Pero aquí está el truco: ya no puedes fabricar cosas complejas tú solo. Es demasiado complejo.

En un ensayo de 2021 en el sitio web de la Escuela de Salud Pública de Yale, Swati Gupta, responsable de enfermedades infecciosas emergentes en IAVI, una organización de investigación científica sin fines de lucro, explicó cómo se desarrollaron las vacunas de ARNm para la COVID-19 en un tiempo récord:

“Tradicionalmente, las vacunas tardan entre 10 y 20 años en desarrollarse, y los costos de investigación y pruebas pueden ascender fácilmente a miles de millones de dólares. Así que la pregunta natural a la luz de la pandemia de la COVID-19 es: ¿Cómo se desarrollaron tan rápidamente las vacunas actualmente disponibles? [...] Hubo una colaboración mundial sin precedentes mediante asociaciones coordinadas entre gobiernos, industria, organizaciones donantes, organizaciones sin fines de lucro y el mundo académico. [...] Es la única forma de haber conseguido lo que se ha visto en el último año, ya que ningún grupo podría haberlo hecho solo”.

Lo mismo ocurre hoy con los microchips más avanzados. Ahora los fabrica un ecosistema global: AMD, Qualcomm, Intel, Apple y Nvidia destacan en el diseño de chips. Synopsys y Cadence crean herramientas y programas sofisticados de diseño asistido por computadora en los que los fabricantes de chips dibujan sus ideas más novedosas. Applied Materials crea y modifica los materiales para forjar los miles de millones de transistores y cables de conexión del chip. ASML, una empresa neerlandesa, proporciona las herramientas litográficas en colaboración, entre otros, con Carl Zeiss SMT, una empresa alemana especializada en lentes ópticas, que dibuja las plantillas en las obleas de silicio a partir de esos diseños. Lam Research, KLA y empresas de Corea del Sur a Japón y Taiwán también desempeñan papeles clave en esta coalición.

Cuanto más ampliamos los límites de la física y la ciencia de los materiales para meter más transistores en un chip, menos puede una empresa o un país destacar en todas las partes del proceso de diseño y fabricación. Se necesita todo el ecosistema global.

El día de Navidad de 2021, me levanté a las 7:20 a. m. para ver el lanzamiento del telescopio espacial James Webb para observar las profundidades del espacio. Según la NASA, “miles de científicos, ingenieros y técnicos cualificados” de 309 universidades, laboratorios nacionales y empresas, principalmente de Estados Unidos, Canadá y Europa, “contribuyeron al diseño, la construcción, las pruebas, la integración, el lanzamiento, la puesta en servicio y las operaciones del Webb”.

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Adam Smith identificó célebremente la división del trabajo, y eso es sin duda importante: puedes hacer más alfileres con menos trabajadores si divides el trabajo correctamente. “Eso fue genial”, señala Beinhocker. “Pero el motor más potente es la división del conocimiento. Eso es lo que se necesita para fabricar cosas más complejas que alfileres. Tienes que aprovechar una división del conocimiento, una división de la experiencia”.

Beinhocker explica que, si te apartas y observas el gran panorama de la historia económica, “en realidad se trata de una historia de ampliación de nuestras redes de cooperación para aprovechar y compartir conocimientos con el fin de fabricar productos y servicios más complejos que nos proporcionen niveles de vida cada vez más altos. Y si no formas parte de estos ecosistemas, tu país no prosperará”.

Y la confianza es el ingrediente esencial que hace que estos ecosistemas funcionen y crezcan, añade Beinhocker. La confianza actúa como pegamento y como lubricante. Pega los lazos de cooperación y, al mismo tiempo, lubrica los flujos de personas, productos, capital e ideas de un país a otro. Si se elimina la confianza, los ecosistemas empiezan a colapsarse.

Pero la confianza se construye con buenas normas y relaciones sanas, y Trump está pisoteando ambas cosas. El resultado: si sigue por este camino, Trump empobrecerá a Estados Unidos y al mundo. Presidente, haga su tarea. c. 2025 The New York Times Company

*Thomas L. Friedman es columnista de la sección de Opinión sobre asuntos exteriores. Ha ganado tres premios Pulitzer. Es autor de siete libros, entre ellos From Beirut to Jerusalem, que ganó el National Book Award.

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