Primavera floreciente
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Martín Descalzo lo apunta con precisión: “Lo primero que tendríamos que enseñar a todo hombre que llega a la adolescencia es que los humanos no nacemos felices ni infelices, sino que aprendemos a ser una cosa u otra y que, en una gran parte, depende de nuestra elección el que nos llegue la felicidad o la desgracia”.
En este sentido, sería conveniente enseñar a los jóvenes que la felicidad no es una condición innata, sino un estado que se construye a lo largo de la vida. Somos moldeados por nuestras experiencias, elecciones y actitudes.
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En este mundo vertiginoso, es fácil caer en la trampa de aceptar lo que nos condiciona en lugar de explorar nuestro potencial completo. Nos ciclamos en las percepciones limitadas de nosotros mismos, olvidando que la verdadera libertad se encuentra en la posibilidad de transformarnos y evolucionar.
Es lamentable constatar que, en ocasiones, nos quedamos atrapados en el lado oscuro de la existencia, inmersos en el invierno del corazón. Al abrazar la desgracia y la infelicidad como estandartes de vida, nos privamos de la luz que puede iluminar nuestro ser. Sin embargo, es esencial reconocer que esta elección no está predestinada; podemos optar por abandonar ese rincón sombrío y explorar las vastas posibilidades de crecimiento y plenitud.
En lugar de aferrarnos a la percepción limitada de nosotros mismos y de las circunstancias, hay que recordar que la auténtica realización radica en la búsqueda constante de nuestro resorte existencial y en la elección consciente de las decisiones que elegimos.
La vida es un viaje de descubrimiento y transformación y, al liberarnos de las cadenas autoimpuestas, se abre la puerta a un panorama más amplio y luminoso, donde la felicidad no es solo un destino, sino también un camino continuo de elecciones conscientes y de crecimiento personal.
ME TEMO...
Parece que olvidamos intencionalmente que “la alegría, y la felicidad, no son logros únicos y permanentes; más bien, deben conquistarse constantemente, paso a paso”. Ignoramos que somos dueños de la esperanza y también de las oportunidades para la alegría, las cuales iluminan el corazón cuando las nubes de tormenta oscurecen el cielo.
Me temo que con frecuencia extraviamos el sentido de la plenitud, descuidando las flores que crecen a lo largo de nuestro camino.
¡Qué tragedia! Derrochamos tanto tiempo siendo infelices por no tener el coraje de ocupar o llenar, en su totalidad y con amplitud, el espacio que a cada uno de nosotros le corresponde en la existencia, un espacio que ha sido creado desde toda la eternidad para todos aquellos que tenemos el privilegio de vivir.
Ya lo dijo Sócrates: “El secreto de la felicidad no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”; Lao Tzu, por su parte, anunció: “Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estás viviendo en el presente”.
Palabras sabias que invitan a la reflexión, ya que en este frenético mundo a menudo nos encerramos en lo que somos en lugar de explorar lo no vivido. Por esta razón, nos vemos atrapados con frecuencia en el lado oscuro de la existencia, en el invierno del corazón, en esa parcela de nuestro ser que ondea las banderas de la desgracia.
COMPARACIONES
Con frecuencia, nos distraemos dedicando tiempo y energía a compararnos con los demás, envidiando lo que poseen y que creemos que nos falta. Nos alejamos de la verdadera felicidad al anhelar la fortuna ajena, envidiando a esa persona que goza de “roce” social, o a aquella otra que tienen “mejor” pareja; o la casa más lujosa, el auto de ensueño, el éxito profesional, la educación prestigiosa para los hijos, la belleza física, la esbeltez o la salud. La lista de comparaciones es infinita, pero en cada una de ellas se oculta el pecado de la envidia y la falta de aceptación y valoración de nosotros mismos. Este constante juego de comparaciones despoja a la vida de su alegría.
Lo más preocupante es que, al juzgar y compararnos, seleccionamos lo que queremos ver y escuchar, pero raramente evaluamos el peso de nuestra propia alma. Apenas cuestionamos si estamos cumpliendo con el propósito de nuestra existencia. Con el tiempo, ignoramos los tesoros valiosos que albergamos en nuestra alma, los cuales son la clave para alcanzar la plenitud.
En este proceso, sufrimos innecesariamente olvidando que la vida adquiere valor por lo que somos, por el entusiasmo que dedicamos a nuestro destino, por el esfuerzo detrás de nuestras alegrías y por el significado que le damos al sufrimiento que, de vez en cuando, nos recuerda nuestra profunda humanidad. Olvidando cuán agradecidos deberíamos estar por lo que tenemos o incluso por lo que nos falta.
EL LUGAR
Existen innumerables razones por las cuales evitamos ocupar el lugar que nos corresponde para consumar la felicidad en la vida. Sin embargo, uno que nos lleva a caminar encorvados es ignorar que en la existencia no hay seres humanos que sean superiores a otros, ni posiciones sociales o económicas que garanticen la dicha.
Perdemos lo que podríamos ganar al olvidar que existen simplemente buenos y malos “oficiantes”, personas que persiguen ideales elevados y otras que se rinden ante las tentaciones de la fatua comodidad o del mundo que invita a la mediocridad.
Cuando digo que es deseable ocupar el lugar que nos corresponde, no me refiero a resignarnos con lo que somos hoy ni a complacencias que apacigüen nuestras ganas de existir. Más bien, enfatizo la necesidad de buscar, descubrir, vivir, disfrutar y amar verdaderamente la razón de ser de nuestra existencia, satisfaciendo plenamente el sentido de nuestra vocación personal, sin anhelar lo que otros son, tienen, hacen o viven.
Sería beneficioso que cada persona abrazara con determinación el timón de la vida, navegando sin titubear los misteriosos mares y las circunstancias que la existencia propone.
Así, el padre de familia debe serlo sin reservas; el esposo (a), vivir el amor incondicional que lo condujo a su pareja; el maestro, iluminar su vida con las dudas de sus alumnos en busca de la verdad; el político, ser honesto y leal a sus votantes; el cocinero, sazonar con generosidad sus platillos y días; el médico, cumplir su promesa de cuidar la salud; el jardinero, hacer florecer los jardines; el joven, mantener sus ideales con el alma despierta, emprendiendo sueños con las manos en el azadón; el adulto, ser testimonio de verdad, fe, congruencia y esperanza; el anciano, digno de los años vividos y generoso para compartir sus vivencias; el hombre, permitir que la mujer sea; y la mujer, con su feminidad y belleza, hacer que el mundo viva el amor y que la vida continúe siendo vida.
ENTONCES...
Si ocupáramos a plenitud, sin confusiones, el nicho que personalmente nos corresponde, podríamos descubrir el sentido del orden y, de paso, adquirir la conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones. Este sería el camino más sencillo para aniquilar, de un solo golpe, la envidia que mora en las almas mediocres y que, a la postre, se transforma en miedo.
Entonces, habríamos comprendido que si alguien vacía, somos nosotros quienes debemos llenar; si otro critica, debemos ser constructores; si alguien desea ser servido, nuestro papel es servir. También aprenderíamos que, en la vida, para recibir abundancia, debemos dar abundancia; para obtener respeto, debemos respetar; y para buscar comprensión, primero debemos comprender.
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En lugar de desear lo que no es nuestro o pretender ser lo que no somos, criticar o juzgar, deberíamos extender ampliamente los brazos para acoger la vida tal como nos llega. Así, satisfaríamos plenamente nuestro espacio vital y luego podríamos llenar cada corazón que encontramos en el camino.
Si supiéramos que las heridas tienen un origen distinto a nuestro poder de elegir el camino a la plenitud, entonces tendríamos una primavera floreciente en nuestro corazón.
cgutierrez@tec.mx
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