¡Que no quede uno con vida!

Opinión
/ 22 agosto 2022
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Alguna vez escuché a un sujeto desagradable decir (espero que en broma) que si atropellas a alguien más vale que te cerciores de que está bien muerto. Y si no, pásale otra vez el vehículo por encima porque “si llega a quedar vivo no te la vas a acabar con las consecuencias legales”.

Insisto, no sé si el tipo trataba de ser gracioso o de hacerse interesante, pues no creo que nadie en su juicio haga una afirmación tan inescrupulosa en serio. Y no estoy diciendo que no exista gente que, presa del miedo o de la más pusilánime cobardía, se dé a la fuga luego de arrollar a un cristiano; pero admitirlo o incluso hacer alarde de ello me parece adicionalmente despreciable.

El “razonamiento” (sólo por llamarle de alguna manera) es sin embargo correcto: lesionar a alguien, provocarle un daño irreversible, comprometer de por vida su capacidad para valerse por sí mismo, puede ser una carga mucho mayor que simplemente despacharlo al otro mundo.

Y no quiero que ni por asomo parezca que de alguna manera condono el evadir una responsabilidad de esta naturaleza. Sólo trato de poner en marcha la lógica de alguien con muy pocos principios éticos, morales y humanos para tratar de argumentar más adelante.

Podemos decir que en efecto, el hipotético superviviente de nuestro imaginario percance se convertiría a no dudar en la pesadilla legal de nuestro teórico e inescrupuloso conductor-perpetrador. De manera que (y dado su antecedente de muy pocos principios), no sería raro que en algún punto deseara mejor haberle dado fin a su víctima desde el momento del percance. Y es que, en calidad de fiambre, la pobre víctima ni siquiera estaría ya para rendir testimonio, no digamos ya para pelear por sus derechos y otras causas asociadas a su situación.

Ahora bien, con toda la delicadeza y el respeto que el tema me merece, creo que los mineros atrapados en Sabinas, Coahuila (apenas un puñado de vidas de las incontables que cada año se pierden en los llamados “pocitos” de carbón), fueron atropellados, arrollados por un conjunto de factores, gente e instituciones que les falló.

Y ello no aconteció el día 3, cuando la trampa mortal a la que ingresaban a diario para llevar el pan a su mesa, colapsó; ocurrió y ha venido sucediendo desde que llegaron a este mundo en condiciones desfavorables y sin oportunidades. De hecho antecede al nacimiento de sus padres, de sus abuelos y bisabuelos.

Hablamos de una condena generacional que se remonta al día en que se descubrió el primer yacimiento de mineral en nuestra Entidad.

Es obvio que los empresarios mineros de Coahuila jamás se han preocupado por mejorar las condiciones de vida y laborales de la gente que trabaja para ellos, para ajustarlas con un estándar mínimo internacional, porque su negocio real no es el carbón sino la necesidad de la gente de la región que, sin alternativas de subsistencia, optará eventualmente por bajar a los “pocitos”.

Pero es obvio también que esta prosperidad de lo ilegal, este lucro inescrupuloso, únicamente es posible con la complicidad de las autoridades que van de lo local a lo Federal: gobiernos, sindicatos y dependencias del trabajo y de seguridad social.

Las instituciones y leyes para proteger a los trabajadores de la minería existen ya. Y si una explotación inhumana tan semejante al esclavismo es posible, no es a espaldas de estas leyes y los funcionarios encargados de hacerlas cumplir, sino con su total conocimiento y hasta beneplácito. De otra manera no es explicable.

Como ya apuntamos en otro momento, el Gobierno es perfectamente consciente de esta situación dado que es el principal cliente de estos pozos de muerte. La 4T tiene ya más de dos semanas haciendo malabares retóricos cuando la ruta más directa para conocer a los dueños de la mina, a los responsables de la catástrofe y a los observadores de las condiciones en que allí se labora era y es a través de la paraestatal energética, la CFE.

Pero hay una parsimonia exasperante en cada decisión que se toma, en cada acción que se emprende, tanto para avanzar en las investigaciones como para el rescate de los mineros, a los que desgraciadamente ya se les da por fallecidos, incluso por sus propios familiares. Y todas estas dilaciones, toda esta demora, toda esta pobre y torpe coordinación firmaron la sentencia de los mineros.

Lo que es peor: Me atrevo a afirmar que todo es deliberado, que habría un malsano interés último en que nadie absolutamente saliera con vida de ese pozo infernal. ¿Por qué?

Imagine por un momento que uno o mejor, varios mineros consiguieran regresar a la superficie y abrazar a su familia. Independientemente de lo maravilloso que esto sería, estos mineros no sólo tendrían un nuevo y bien ganado estatus de héroes, sino que se convertirían en automático en portavoces de los mineros de todo el mundo.

Tendrían voz y la prensa nacional e internacional estaría más que deseosa de escuchar y reproducir su historia. Tendrían el foro y la tribuna pero sobre todo nuestra atención y disposición para conocer las condiciones en que trabajaron hasta ese día fatídico. Sabríamos de su realidad, de todas las carencias y falta de garantías con que son arrojados a un pozo a cambio de una miseria.

Saldrían de la tierra con una nueva estatura moral junto a la cual presidentes y gobernadores se verían diminutos, tal cual son. Como pigmeos.

Habría gente dispuesta a pagar por su relato y probablemente no faltarían los interesados en llevarla a la pantalla, ya fuese como documental o como dramatización.

Pero a nadie le conviene nada de esto. Eso sería muy incómodo. Por eso instituciones y gobiernos, empresarios y dependencias, le apostaron a la muerte de los mineros.

Con su dilación y falta de iniciativas, con su irresponsable manejo de la crisis y pésimas estrategias, se cercioraron de pasarles otra vez el coche por encima a estas víctimas de una explotación inconcebible en pleno siglo 21.

Ni siquiera habrán tenido que ponerse de acuerdo. Tácitamente y en complicidad, habrán decidido que era mejor que nadie saliera con vida de allá abajo.

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Columna: Nación Petatiux

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