¿Qué se hizo aquel Saltillo?

Opinión
/ 8 noviembre 2024

Quién mucho, quién poco, los saltillenses conocieron los azares de la Revolución. Ocupada y desocupada por unos y otros bandos, la ciudad volvió a sosegarse al término de la lucha, y recobró el ritmo tranquilo de su vida.

Se entregó entonces Saltillo a las novedosísimas invenciones de aquel tiempo. Sus habitantes vieron la película “Santa” en el cine de los hermanos Rodríguez, por la actual calle de Pérez Treviño, donde había “martes de buen humor” en los cuales el culto público asistente bailaba en el mezzanine del cine a los acordes de una orquesta, y luego cantaba a coro en sus asientos la canción de moda, siguiendo la letra en la pantalla con ayuda de un puntito de luz salido del proyector.

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Se emocionó Saltillo con las canciones de Agustín Lara, a quien recibió en triunfo haciéndolo salir a fuerza de aplausos y vivas a recibir el homenaje de la muchedumbre desde un balcón del Hotel Urdiñola. Vibraron las modosas señoritas saltilleras la vez que vino Pedro Infante vestido de agente de tránsito para anunciar su película “A toda máquina”. El ídolo vendió aquí, a beneficio de la Cruz Roja -eso justificaba el hecho- besos a 50 pesos cada uno, suma que en aquellos años era una fortuna.

El pueblo se entusiasmó con las hazañas en el ring de dos ídolos de la afición local: Humberto Cid González, “El Relámpago”, joven de buena sociedad que aprendió el arte de Queensberry como estudiante en una universidad de Estados Unidos; y después Otilio, “El Zurdo”, Galván, del merito barrio bravo del Ojo de Agua, que llegó a conquistar el título nacional en peso mosca.

Igual se emocionaron los saltillenses con las victorias de su equipo de beisbol, aquellos Pericos de Saltillo que libraron homéricos combates contra equipos como el de El Paso, y el Unión Laguna.

Yo fui de la mano de mi padre al viejo Estadio Saltillo. En el camino rezaba para que no hubiera viento, pues las nubes de polvo que el aire levantaba en el diamante obligaban a “La Trucha” Gutiérrez, ampayer de la localidad, a suspender el juego hasta que se disipara la tolvanera.

Vi a a aquellos Pericos legendarios: Limonar Martínez, muy guapo él, de bigotito, que arrancaba suspiros a las damas; Chaperita Medina; el Fantasma Rosales; el Mocho Juárez, pitcher del cual decía la leyenda que se había cortado el dedo que le estorbaba para lanzar una infalible curva de su creación; la Tacua Garza, catcher; Ramón Mendoza, segunda base, y todos los demás héroes de mi infancia. Creí de buena fe que los jonrones del Cartucho Regalado caían en la azotea de la Casa de Salud, allá por San Lorenzo, a un kilómetro de distancia o más.

¿Qué se hizo ese Saltillo de ayer, y el de antier de mis padres, y el otro de más atrás de mis abuelos y mis bisabuelos?

¿Qué se hizo aquel viejito que ofrecía humildemente su “nogada de nuez”, deliciosa golosina que pese a deficiencias de gramática tenía sabor de gloria?, ¿A do se fueron, como diría el poeta, el vendedor de barbacoa que anunciaba su humeante mercancía mañanera con voz de bajo profundo, y el hombre que en grandes botes de hojalata llevaba su dulce carga de aguamiel?

Cerraron sus puertas los pequeños periódicos que para dar la queja de una alcantarilla abierta ponían en la primera plana a seis columnas: “¡Huele a puf!”, y que informaban así el resultado de un juego de pelota de la liga interparroquial: “¡Tremenda paliza propinó el Santo Cristo a San José!”.

Se nos fue ese Saltillo de ayer. Igual se les irá a nuestros hijos y nietos el Saltillo de hoy.

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