Saldos del austericidio del régimen: se gasta menos y mal
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Mucha gente tiene más dinero, pero a costa de la infraestructura social. Para muchos es mejor unos cuantos pesos en la bolsa que atención médica razonable, servicios públicos dignos o calidad educativa para sus hijos
Hasta en lo privado, ahorrar a costa del mantenimiento resulta no sólo contraproducente, sino que bien puede ser catastrófico. Así ha sido durante estos últimos siete años. La reestructuración del gasto se da no en beneficio de la población; sí del proyecto clientelar orientado a obtener generosos resultados electorales del partido en el poder. Pero el saldo es dramático: escuelas en abandono, hospitales sin insumos básicos, autoridades superadas por los problemas, carreteras convertidas en trampas mortales, ciudades que parecen territorios de guerra por el deterioro –a tal grado que los baches son agenda nacional– y cosas semejantes, como siniestros mayores en infraestructura por falta de mantenimiento. El ahorro absurdo impuesto por el régimen significa que se gasta menos y mal.
Las métricas comparativas en materia de salud, educación, infraestructura, vivienda o cualquier indicador son condena. México está considerablemente peor que hace siete años, y eso que ya estaba mal. El país no crece, pero sí la población y las necesidades asociadas, mientras que el gobierno y quienes le acompañan en el coro se regocijan con las cifras de incremento de los ingresos de la población. Efectivamente, mucha gente tiene más dinero, pero a costa de la infraestructura social. Para muchos es mejor tener unos cuantos pesos en la bolsa que atención médica razonable, servicios públicos dignos o calidad educativa para sus hijos.
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El gasto social, sin focalización, con un evidente sentido clientelar y que se desborda en la proximidad de la elección ha afectado severamente la capacidad del Estado mexicano para responder a las tareas esenciales. Bajo el pretexto de la corrupción se dañaron instituciones, dependencias y programas fundamentales para el bienestar; a las haciendas locales y municipales por recursos que la federación recauda, pero no regresa, y a los fideicomisos y presupuestos programados para mantenimiento, contingencias o para atender con prontitud a la población en ocasión de desastres naturales. El austericidio cuesta vidas, como muestran las inundaciones recientes.
Encomiable, y de reconocer, que la presidenta Sheinbaum acuda a las zonas de desastre. Se expone porque la población afectada no tiene margen para la mesura ni la comprensión. Sin embargo, es una conducta que el país debe apreciar y su presencia, de alguna manera, significa una mejor y mayor atención a los afectados. No está por demás señalar que algunas de las autoridades locales no tuvieron una conducta consecuente. La gobernadora Rocío Nahle, de Veracruz, estuvo presente porque fue la Presidenta. No estaba en su agenda asistir a la población. Innecesario el contraste con su antecesor: importa qué se hace ahora, no las omisiones del pasado.
El país enfrenta siete años de abandono. La cultura de la prevención no sólo se asocia al mantenimiento de infraestructura y de la calidad de los servicios, sino al sentido del manejo del presupuesto para invertir en prevenir, para que las autoridades más próximas a la población actúen con eficacia y prontitud en ocasión del desastre. Siempre será deseable anticipar las consecuencias de un fenómeno natural mayor.
En tiempos del llamado régimen neoliberal, la tragedia del terremoto de 1985 sirvió de lección para que la población interiorizara una cultura para responder ante la tragedia. El sistema de alerta sísmica configura un activo para actuar ante el riesgo, bajo la idea de que segundos pueden salvar vidas. Sin embargo, el desastre del Otis en Acapulco, un caso de criminal negligencia de las autoridades de Guerrero, y las actuales lluvias torrenciales con riesgo anticipado previamente por el Sistema Meteorológico Nacional, revelan que no se ha aprendido. La presencia de la presidenta Sheinbaum en los lugares afectados parece indicar que ella sí aprendió.
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A nadie se puede culpar por el daño que ocasionan los fenómenos naturales, es inevitable, y todos los países presentan condiciones de riesgo. El territorio más habitado del país y las regiones de mayor pobreza se ubican en una zona sísmica que registra la amenaza con impredecible persistencia y gravedad. Sin embargo, siempre estará en juicio la prevención y si pudieron evitarse pérdidas humanas. Si en el caso de los terremotos mucho se ha hecho, resulta incomprensible que no se actúe de manera consecuente en ocasión de desastres por lluvias y huracanes, recurrentes en asentamientos humanos de zonas con significativo riesgo.
La tragedia evidencia dos insuficiencias: la institucional por el austericidio presupuestal impuesto por razones electorales, por la negligencia gubernamental, especialmente en el ámbito local; y la insuficiente cultura social para actuar con acierto ante la tragedia.