Saltillo es... ese algo indefinible...
COMPARTIR
Para David,
por mi
ciudad
y su ciudad.
Ese algo indefinible que la hace una ciudad particular para el corazón. Es la tierra que pisaron mis abuelos y mis padres. El recuerdo de su presencia cada día de la vida. El arribo a casa y unas manos laboriosas en el patio soleado componiendo cosas; otras manos afanadas al calor del hogar en un pastel, en un postre de mango. Esos padres que conocí en el verano de sus vidas y que vivieron el día a día subiendo la cuesta de una calle emblemática para mi Saltillo.
Es el sendero transitado de la adolescencia adormilada a la juventud ansiosa: el crujir de las hojas secas bajo los pies sobre los caminos que conducían a la universidad. Y en ella, años cargados de ilusiones: el futuro que se veía venir en medio de oleadas de luz.
Es el Saltillo de los huertos familiares. De los polvos mágicos de mi padre, derivados de semillas y frutos tostados por el sol. De una Alameda inolvidable para siempre: puestos los ojos en sus celajes en invierno, sus pronunciados claroscuros en el verano, y el fresco aroma de la primavera, cuando despuntan sus flores; el otoño cuando en su sabiduría milenaria los nogales ofrecen su fruto.
Saltillo es la tarde en espera en un invierno inverosímil. Temperaturas congelantes que venían apenas de cálidos climas, en el transcurso de pocos minutos. Es en esas tardes, las avenidas mojadas, las palomas guarecidas en los portales de una Plaza de Armas en las que gozosamente, en otro momento, las líneas de un poeta calaron hondo.
Ay, sus atardeceres y su sierra. Vistas de encanto que fueron en inolvidables pasajes de la vida la rutina del fin de semana. Adentrados en los cañones de la sierra: tiempos idos recogidos hoy con la memoria del corazón.
Saltillo y su amanecer. El canto mañanero de las aves que despiertan y que luego, al atardecer volarán por otros rumbos. El zaguán de las golondrinas: ese espacio que vivió el ir y venir de unas aves que nos recordaban la fragilidad y la perseverancia; la fuerza y la fidelidad. Qué veían sus ojos, qué vuelos recorrerían sus alas, cuánto por cantarnos en sus trinos.
Saltillo ese paso de caminos, ese transitar de muchos, que se convirtió para muchos otros más en el único destino de su vida. Aquí, bajo sus cielos, arropados por sus sierras, se hizo la vida. Tiempos pasados de años pasados: se fue instalando la modernidad, la transformación.
Su rostro fue adquiriendo nuevas formas: lo que antes constituía la población, se transformó en el centro. Su centro histórico. Y pensar que tanto le debemos a este llamado centro histórico. En su aniversario, es deber nuestro recordar esos pendientes: recordar la necesidad de embellecerlo. Banquetas, fachadas. El tránsito vehicular aún sin orden ni concierto. En fin. A insistir.
Saltillo, en su sosiego, en su frenesí, en su tranquilidad y calma; en sus plazas y su maravillosa Alameda; mi ciudad, bien protegida en mi recuerdo. La ciudad que fue de mis mayores, que la trabajaron, la amaron, la disfrutaron. En ella hicieron sus vidas; en ellas la mía ha visto pasar los años de la infancia, la juventud, y ahora horas de otoño-invierno.
Es mi ciudad, como decía mi papá, orgulloso de ella. Es la de mi hijo, a quien hoy, en su año 17, le dedico un canto cargado de emoción.