Saltillo: Historia de un fantasma (II)
Era hermosa, y tenía hermoso nombre: se llamaba Angélica. Hija única de un padre que la adoraba −veía en ella el retrato de la amada muerta−, la muchacha parecía la imagen misma de la felicidad. Estaba al cuidado de una tía soltera que se hizo cargo de la casa cuando faltó la esposa de su hermano.
El padre de Angélica la prometió en matrimonio con un joven de buena posición de Zacatecas. El futuro marido era el hijo mayor de un rico minero, amigo del señor desde la juventud. Por carta acordaron los padres de los novios −ellos jamás se habían visto− los detalles del matrimonio de sus hijos, y fijaron la fecha en que el muchacho vendría a Saltillo a conocer a su desposada.
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Llegada la fecha de la visita, el feliz padre hizo preparar una espléndida comida para recibir con honores a su futuro yerno. Parientes y vecinos fueron invitados a participar en la gozosa ocasión. El gran comedor de la casona de la calle de Santiago se adornó con flores, frutas y trofeos de caza. Un conjunto de músicos se colocó en el patio, bajo la parra grande, a fin de que su música deleitara a los asistentes mientras comían, sin turbar su conversación.
Dio la hora en que el novio debía llegar, y no llegó. Pasó media hora; una hora pasó, y más, y el novio no aparecía. Los invitados empezaron a impacientarse. Angélica, nerviosa, consultaba una y otra vez el relojito heredado de su madre, el cual colgaba como un dije de su pecho. La tía, apurada, iba y venía a la cocina dando órdenes y contraórdenes. Cuando el reloj del comedor sonó las cuatro de la tarde el jefe de la casa hizo sentar a los invitados a la mesa, y ordenó que la comida se sirviera.
Terminó el ágape, tenso por la frustrada espera. La muchacha apenas podía contener sus lágrimas, y más porque veía las sonrisitas de sus amigas bajo el abanico. Después de una forzada sobremesa los invitados se despidieron sin ceremonias, y se fueron.
Esa noche, cuando la casa se disponía ya a dormir, sonaron fuertes golpes en la puerta. Un criado la fue a abrir. Estaba ahí un hombre joven, guapo. El padre de la muchacha corrió hacia él y lo abrazó. ¿Qué lo había retrasado? ¿Por qué no llegó a tiempo? El recién llegado quería contestar, explicar lo sucedido. No lo dejó el señor, que llamaba a su hermana, a su hija, a la servidumbre. Casi empujándolo llevó al joven hasta el comedor y le ofreció una copa de aguardiente mientras le disponían la cena. Se presentó Angélica, radiante de belleza. Ella misma, ruborosa, le sirvió a su prometido los platillos. Ahora todo era alegría; la inquietud se había vuelto regocijo. Y, sin embargo, en medio del gozo de la casa el recién llegado se mostraba callado, taciturno. Parecía que una vaga tristeza lo llenaba. Ponía en Angélica la mirada de sus ojos claros, y aunque ella le sonreía, enamorada, el galán no dejaba su aire melancólico, como de soledad.
Acabada la cena el padre de la muchacha encaminó al cansado viajero hasta la puerta. Ahí le dijo que al día siguiente fijarían el día de la boda.
-Señor −dijo entonces el recién llegado con voz grave−. No puedo casarme con su hija.
-¿Por qué? −preguntó el padre, demudado.
-Porque tenía otra novia −dijo el joven−, y hoy mismo me desposé con ella.
-¿Quién es esa novia? −preguntó furioso el dueño de la casa.
-La muerte −respondió el hombre−. El que usted cree que vive ya no vive.
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Así dijo, y aprovechando el desconcierto de su interlocutor, que quedó mudo e inmóvil, se alejó calle abajo y se perdió en las sombras de la noche.
El padre de Angélica sintió entonces un soplo frío que le heló la sangre. Pensó en el silencio de su huésped, en su aspecto sombrío, en su actitud lejana... Se preguntó si acaso había recibido en su casa a un muerto.
(Seguirá).