Saltillo: Sabiduría médica
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Se decía del vendedor de churros que era un resucitado, igual que Lázaro. No Cárdenas, sino el del Evangelio. Cuando la epidemia terrible de influenza española... el churrero había quedado privado de la vida y la había recobrado milagrosamente
Algunos pocos saltillenses recordarán todavía a aquel viejecito que vendía churros en la plaza que todos llaman “del Mercado”, pero cuyo nombre verdadero, olvidado ya, es Plaza de los Hombres Ilustres.
Ponía su canasta, de esas grandes, tejidas con carrizo, en un banquito de tijera, y expendía sus deliciosos panecillos tomándolos con unas pinzas y entregándolos en una hoja de papel de estraza. Vestía delantal; se cubría la cabeza con una eterna boina. Yo lo recuerdo –vaga memoria de niñez– pequeño de estatura, con ojos claros y un apunte de barba entrecana.
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Se decía del vendedor de churros que era un resucitado, igual que Lázaro. No Cárdenas, sino el del Evangelio. Cuando la epidemia terrible de influenza española que diezmó a la población de Saltillo en los principios del pasado siglo el churrero había quedado privado de la vida y la había recobrado milagrosamente. Así decían las gentes, que miraban con curiosidad no exenta de temor a aquél que supuestamente había conocido los misteriosos reinos de la muerte.
La historia yo me la sé de otra manera, y como me la contaron se las contaré.
El doctor Antonio María Zertuche, catedrático del Ateneo Fuente, graduado de la Universidad de la Sorbona y en Saltillo médico municipal, recibió el encargo de señalar con una tiza blanca la frente de los que hubiesen muerto víctimas de aquel funesto mal. En las prisas de su tristísima tarea, el doctor Zertuche marcó por equivocación la frente del vendedor de churros, que estaba solamente privado de conocimiento.
Lo recobró, espantado, cuando iba ya en el macabro carretón que en confuso hacinamiento de cadáveres lo llevaba camino del cementerio para ser arrojado a la fosa común.
Es explicable, entonces, que el churrero quisiera bajar del carretón con prisa igualmente explicable. Pero el carretonero, hombre mal encarado, rudo y muy poseído de la importancia de su función, detuvo al fugitivo con imperioso ademán:
–¡Epa, amigo! Y usté ¿pa’ ónde va?
–¿Cómo que pa’ ónde voy? –balbuceó el churrero con temblorosa voz–. Yo no estoy muerto.
–Usté cállese y échese –ordenó el carretonero, terminante–. ¿A poco va a saber usté más que el doctor Zertuche?
Y así diciendo dio un chicotazo a sus dos mulas, y sentado en el pescante de su carretón, como en su trono un rey, fulminó con la mirada al vendedor de churros, que ya no supo más qué hacer.
Antigua historia de este nuestro Saltillo que poco a poco va perdiendo sus historias.