Se fue Miguel Agustín Perales, filologista, latinista, humanista...
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Quiero compartir con ustedes un texto que sobre él escribí para la UAdeC... Sirva para recordar al apasionado lector... sirva como homenaje a su memoria
Bonachón, grande de estatura y de corazón, también de anchura y de sabiduría. Los estudiantes del Ateneo le pusieron el sobrenombre de “Agamenón”, aludiendo a la sabiduría del legendario rey de Troya. Éramos colegas en el Ateneo. Miguel Agustín podía contestar cualquier pregunta que se le hiciera, sobre cualquier tema. Ahora que se fue, quiero compartir con ustedes un texto que sobre él escribí para la UAdeC, cuando en 2019 celebró la edición número 20 del Premio de Periodismo Cultural Armando Fuentes Aguirre. Sirva para recordar al apasionado lector que compartía su amistad, sus conocimientos y sus lecturas con todos, alumnos y profesores; sirva como homenaje a su memoria. Vaya una primera parte de ese texto:
La vida de Miguel Agustín Perales Balderas ha transcurrido, literalmente, entre letras. Con ellas vive, escribe y sueña, y, naturalmente, de ellas nutre su trabajo periodístico, porque no sólo se expresa a través de las palabras, sino que las hace tema de sus artículos y columnas. Las palabras, al derecho y al revés, son las que le dan sustento a su oficio de escritor, iniciado hace ya varias décadas junto a un grupo de amigos, apasionados todos de la filosofía, la lingüística, la música y la escritura, amantes irredentos del español, el latín, el griego, la lengua maya y el náhuatl mexicano, entre otras muchas ciencias que alimentan al espíritu.
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Es de suponerse que Miguel Agustín dejaría plasmadas en papel sus inquietudes de vocabulista desde que aprendió a garabatear sus primeras letras, muchos años antes de hacer “Ímpetu. Revista Juvenil de Cultura”, la primera expresión editorial del grupo de amigos. De publicación trimestral, la revista vio la luz en 1966, bajo la dirección de Juan Manuel García y la subdirección de Miguel Agustín Perales, acompañados de Everardo Martínez y Humberto González, administrador y secretario, respectivamente. Armando Fuentes Aguirre, ‘Catón’, ya para entonces reconocido periodista, opinó que la revista estaba muy bien, excepto la portada y la palabra ‘juvenil’, y le vaticinó tres números. Y así fue. El dinero conseguido de un patrocinador para publicar cuatro números, sólo les alcanzó para tres. Una vez publicado el tercero, hubo que celebrar el duelo, con llanto reprimido, pero con café y todo lo demás.
Miguel Agustín dejó, con aquel cuarteto de amigos, su legado impreso en las páginas de “Ímpetu”, encabezadas por la sección ‘Dintel’ y el dibujo del petroglifo maya OC con su simbolismo de entrada a la vida y a la muerte, ingeniosa invitación al que la tuviera en sus manos para adentrarse en la lectura de los artículos, escritos por ellos mismos y por grandes maestros como fueron don Ildefonso Villarello, don Federico Uribe y don César Augusto Cárdenas. O para transitar por la poesía de las culturas indígenas a través de los juegos de letras y palabras en su lengua, y también para ir a los sonetos de Fuentes Aguirre, publicados precisamente en el número con el que cerró la revista.
Ahí quedaron los nombres de las secciones, escritos en el primer número en caracteres griegos y en lengua maya, “Ictanil”, la sección de literatura, por ejemplo, y los signos de la numeración maya consecutiva que encabezan cada artículo y cada poema en los números 2 y 3 de la revista. También recuerdo la paginación del 1 al 171, consecutiva en los tres números publicados.
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En la década de los sesenta, la pasión de Miguel Agustín por la filología y las etimologías griegas y latinas del español, aunada a sus amplios conocimientos de la literatura universal, encontró asilo en la docencia. Ejerció su vocación de maestro primeramente en las escuelas particulares, yendo de una a otra y a otra. Como decía la profesora Catalina Rodríguez: “Ruleteando todo el día”, pasaba sus horas en los colegios Ignacio Zaragoza y Antonio Plancarte, el México y el Saltillense, a los que luego agregó el Ateneo y la entonces Escuela de Filosofía y Letras, y finalmente, en las horas de la noche, la Escuela Normal Superior del Estado, donde sucedió al prestigiado maestro Villarello en la impartición de las clases de latín que dejó el profesor al jubilarse.