Siluetas del Ateneo Fuente. Los ateneístas de hace más de una centuria / 2
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García de Letona acostumbraba quedarse a charlar con sus alumnos en la plaza a la salida de clases. Los peatones y paseantes también se acercaban a escuchar sus largas disertaciones sobre temas variados
Los profesores también disfrutaban de la placita de San Francisco: la sombra de los árboles, el perfume de las violetas sembradas en los arriates y el colorido de los numerosos rosales. Aquel espacio le sirvió a más de un profesor del Ateneo para conversar con sus colegas y con sus alumnos, incluso como foro para pronunciar monólogos y discursos durante largas horas. El licenciado José García de Letona, a quien la comunidad saltillense le llamaba con respetuoso cariño “Letonita”, hacía esto último con regularidad. Su discípulo y fiel admirador, Miguel Alessio Robles, tiene para él frases de agradecimiento y admiración. Dice que su maestro era un “torrente de erudición” y que sus discursos conmovían a todos cuantos lo escuchaban por “elegantes, llenos de citas y de ideas bellas y delicadas”.
García de Letona acostumbraba quedarse a charlar con sus alumnos en la plaza a la salida de clases. Los peatones y paseantes también se acercaban a escuchar sus largas disertaciones sobre temas variados. El maestro no parecía tener nunca prisa de retirarse, aun cuando su casa quedaba a unos cuantos pasos hacia el lado norte de la misma placita. Su casa, en la esquina de General Cepeda y Juárez, aloja hoy el Museo Rubén Herrera. Aquellas interminables “conversaciones” con sus alumnos se volvían siempre eruditos monólogos. El fogoso orador sabía captar el interés del público a su alrededor y la gente le escuchaba muy entretenida, al decir del mismo Miguel Alessio: “Después de la cátedra, los jóvenes lo rodeaban en los amplios corredores del colegio, o en la Plaza de San Francisco, para seguir escuchando de sus labios aquellas charlas ledas y eruditísimas, entreveradas de ingenio y gracia”.
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Alto, delgado, de piel muy blanca y ojos azules, “Letonita” vestía siempre con elegancia extrema, según lo describe Artemio de Valle-Arizpe, quien le tenía tanto afecto que posteriormente, en 1934, se ocupó de reunir y publicar, con Miguel Alessio y José Figueroa, sobrino de Letona, los discursos del maestro en el libro: “José García de Letona. Estudios Literarios. Con juicios sobre el autor de sus discípulos Artemio de Valle-Arizpe y Miguel Alessio Robles”. Ese libro nos dejó, además, el extraordinario texto de don Artemio: “El Claustro Ateneísta”, donde el saltillense cronista de la Ciudad de México volcó los profundos recuerdos que guardaba de sus tiempos de estudiante ateneísta. De García de Letona dice:
“Fino y exquisito por dentro; fino y exquisito por fuera... Don José vestía generalmente de jacquet, bien entallado, de corte bien dirigido. El pañuelo, almidonado y con fragante frescura de colonia, asomaba sus pulidos dobleces por el bolsillo de pecho. Al pantalón no se le deshacía jamás la rígida línea del planchado; sus corbatas, siempre negras, y sus cuellos y camisas siempre blancos; de un lado a otro del chaleco, iba refulgiendo la cadena de oro del reloj; sus zapatos eran de charol brillador. No se apeaba el bastón, pero lo traía a menudo bajo el brazo, y la mano lo tomaba apenas, suavemente, por la vuelta, y, cuando menos un libro, era el que llevaba bajo el otro brazo. Su andar era acelerado, pero no con paso garboso, resuelto, sino que movía el cuerpo de un lado para otro, balanceándose. Su gusto era conversar de pie. Horas y más horas, sin ningún límite, se estaba detenido en una esquina, en la plaza de San Francisco, plática y plática. Horas mortales en que para él no pasaba el tiempo. Para descansar un poco, se apoyaba en su bastón y así seguía incansable.
“En tiempo de vacaciones, o en días de fiesta, nos reuníamos con él algunos de sus alumnos, y sonaban las diez, y las once, y las doce las daba al fin aquella límpida y grave campana de la Catedral que resuena aún en el centro de mi alma, y algunos nos marchábamos a toda prisa a mal comer, para regresar al punto a relevar a los que se habían quedado en charla con Letonita, le decían todas las gentes. Aquellos muchachos se iban y volvían a poco, casi con el último bocado en la boca; y daban las dos, y daban las tres, y las cuatro, y pasaban toda la noche, y luego varios emprendíamos carrera para ir a merendar y tornábamos apresurados, para que se fueran hacia el chocolate o el café con leche y las sabrosas gorditas de harina, los otros compañeros. En verdad que era mucho el aguante nuestro, mucho el entusiasmo”.