Sin lamentaciones
En recuerdo de mis padres.
Octavio Paz plantea una profunda reflexión sobre la relación ambivalente que los mexicanos tenemos con la muerte. Aunque en apariencia la celebramos con altares, colores y festividades, en realidad, la evitamos. Más allá de los rituales, la muerte permanece como una presencia incómoda, una sombra que preferimos no enfrentar. Esta actitud revela una contradicción: hacemos de la muerte un espectáculo cultural, pero en el fondo le tememos y la mantenemos al margen de nuestra cotidianidad.
Esta aparente indiferencia hacia lo inevitable refleja una indiferencia aún más profunda hacia la vida misma. Paz sugiere que, al ignorar el valor de nuestra existencia, también ignoramos el límite finito que esta impone. Nos resistimos a vernos como seres efímeros, porque reconocernos mortales exige asumir la responsabilidad de aprovechar el tiempo, de actuar y de vivir plenamente en el presente.
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La ilusión de inmortalidad provoca postergar lo esencial, al creer que siempre habrá un “después” para cumplir promesas. Sin embargo, esta perspectiva niega una de las verdades fundamentales de la condición humana: el tiempo es finito.
Adquirir plena conciencia de nuestra mortalidad significa abrazar la urgencia de vivir con absoluta autenticidad y profunda responsabilidad, reconociendo en cada instante una oportunidad irrepetible para agradecer la bendición de existir.
QUIZÁS...
Heidegger afirmó: “somos seres para la muerte”. Tiene razón, sin embargo, a pesar de nuestras incertidumbres y miedos, y de la certeza de nuestra temporalidad, seguimos escapando de esta realidad. Nos refugiamos en la ilusión de la perpetuidad, perdiendo de vista aquello por lo que realmente vale la pena vivir. Al final, el tiempo pasa, y nos encontramos lamentando caminos no recorridos y experiencias no disfrutadas.
Quizás la ilusión de la inmortalidad nos priva de percibir la belleza del momento, impidiéndonos hallar plenitud en lo que somos y tenemos. Esta ceguera nos empuja a correr sin tregua, siempre compitiendo, angustiados y, en el fondo, insatisfechos.
Quizás, al no aceptar la muerte como una compañera inseparable, limitamos nuestras posibilidades de explorar nuevas experiencias y encuentros. Aceptar nuestra mortalidad no es resignarse, sino despertar al valor de cada instante y reconocer que, en la finitud, encontramos la verdadera esencia de vivir.
FICCIÓN
El falso sentido de inmortalidad nos engaña y nos conduce hacia una vida sin propósito claro, enfocada en lo superficial y lo insignificante. Nos hace creer que siempre habrá tiempo para retomar lo esencial, para atender lo que hoy dejamos a la deriva o para percibir aquello que pasa desapercibido en nuestro camino. Esta ilusión de permanencia amplifica problemas y trivialidades, convirtiéndolos en cargas innecesarias que llevamos como si fueran eternas.
Al creernos seres imperecederos, nos marchitamos lentamente, sin llegar a conocer realmente a quienes nos rodean, sin profundizar en las conexiones que otorgan sentido a nuestra vida. Permanecemos ausentes ante los atardeceres, sin saborear las experiencias que nos envuelven, sin abrazar con intensidad la risa, el humor y la amistad. Adicionalmente nos privamos de la riqueza de la creación, de esas pequeñas alegrías que infunden sabor y significado a la existencia.
Esta ilusión nos hace creer que merecemos siempre más de lo que tenemos, sumiéndonos en la queja estéril, el lamento vacío y el sufrimiento innecesario. Solo cuando enfrentamos la certeza de nuestra propia mortalidad, emerge un desasosiego profundo, un sabor amargo por el tiempo que dejamos escapar, por la vida que desperdiciamos sin darnos cuenta, día tras día.
La falsa sensación de inmortalidad desgasta nuestra capacidad de amar y nos atrapa en una monotonía insípida, sin sueños ni propósito. Nos descubrimos vacíos, perdidos en una existencia sin rumbo, consumidos por el tedio. Aferrarnos a la idea de un mañana eterno nos ciega a la verdad esencial: el momento presente es lo único que realmente poseemos.
¿POR QUÉ?
Ana Frank, la joven judía que vivió oculta de los nazis y que posteriormente murió en un campo de concentración, escribió en medio de su terrible cautiverio: “La guerra persistirá mientras la humanidad no sufra una enorme metamorfosis. Las reconstrucciones, las tierras cultivadas, volverán a ser destruidas. Y la humanidad tendrá que volver a empezar de nuevo. Con frecuencia me he sentido abatida, pero nunca aniquilada. Considero nuestra estancia aquí como una aventura peligrosa que el riesgo convierte en romántica e interesante. Considero cada privación como algo divertido para comentarla en mi diario”.
Continúa: “He decidido, de una vez por todas, llevar una vida diferente a la de las buenas amas de casa. Mis primeros pasos no están mal, y eso me permite reírme de una situación en medio de los mayores peligros. Soy joven; deseo ardientemente vivir la gran aventura que forma parte de mí misma. Muchas cualidades aún están adormecidas en mi alma, y no quiero pasarme el día quejándome. Me favorecen mi naturaleza expansiva, mi alegría y mi valor. Cada día me siento crecer interiormente, siento que se aproxima la libertad, siento la belleza de la naturaleza y la bondad de los que me rodean. Tengo plena conciencia del valor de esta aventura. ¿Por qué habría de desesperarme?”
LECCIÓN
Ana Frank nos dejó una lección profunda: o se hace lo que se ama, o se aprende a amar lo que se hace.
La arrogancia, sin embargo, nos vela los ojos ante la abundancia silenciosa de lo cotidiano: el olor de la comida, el tiempo compartido con los nuestros y todas aquellas dolencias que nos recuerdan nuestra frágil humanidad. Nos olvidamos de saborear un café caliente, de apreciar la compañía de los amigos. Así, sin percatarnos, dejamos escapar esos momentos sencillos que, sin pedir nada a cambio, colman de sentido nuestra existencia.
VERDAD
Al visitar la hermosa Mérida, me encontré con las profundas palabras inscritas en lo alto de un antiguo arco que marca la entrada a un cementerio yucateco aún más viejo, en el histórico poblado de Baca, con apenas cinco mil habitantes. La inscripción, poderosa y sencilla, anunciaba: “El orgullo mundanal aquí termina”. Un recordatorio silencioso, pero impactante, de la transitoriedad de nuestras vanidades y de lo efímero de todo aquello que creemos poseer.
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¡Qué impactante! Pero es cierto, en ese preciso espacio todos nuestros frenéticos y alocados andares encuentran su fin. Ahí, en el frío y sereno camposanto, cargado de añoranzas y recuerdos para los vivos, el arrogante sentido de inmortalidad física inevitablemente se desvanece. Y es esencialmente ahí, en medio de ese “ruidoso” silencio que todo lo abarca, donde, de tiempo en tiempo, deberíamos detenernos para preguntarnos si realmente vale la pena aquello que diariamente pensamos, hacemos y vivimos.
Durante nuestra breve estancia en este mundo, amemos y disfrutemos tanto de los frutos dulces como de los amargos del árbol de la vida. Reconozcamos que el sufrimiento y los errores poseen un valor tan profundo como los logros y las alegrías; que las caídas y las lágrimas son tan significativas como los triunfos y los momentos de paz.Que mientras respiremos, vivamos con entrega, generosidad, gratitud y propósito. Esa es la verdadera plenitud, y solo así podemos experimentar cada instante con intensidad, abrazando el aquí y ahora, conscientes también de la grandeza de lo efímero.
SIN...
Martín Descalzo señala: “Morir solo es morir, morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva, es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba”. Por ello, es fundamental aceptar nuestra frágil condición y la certeza de nuestra mortalidad. Al hacerlo, reconoceremos que existen innumerables razones más allá del orgullo mundano que merecen nuestra entrega: vivir, soñar, llorar, reír, emprender y, sobre todo, amar.
“Somos seres para la muerte”, pero también conviene recordar que en la tumba no termina la vida; lo que realmente muere es la misma muerte. Como afirmó Edith Stein, “somos seres finitos, somos seres eternos”; en este sentido, hemos sido llamados para la eternidad. De no ser así, ¿qué significado tendría recorrer el camino de la existencia?
Dichoso quien vive plenamente el inmenso acontecimiento, el invaluable regalo de la vida, y al final muere sencillamente, sin lamentaciones ni pesares.
cgutierrez_a@outlook.com