Síndrome de la infalibilidad: Sheinbaum y AMLO, atrapados en su propio dogma

Opinión
/ 16 julio 2025

Los grandes dictadores han padecido del síndrome de la infalibilidad hasta que la realidad, por la vía de la tragedia, los ubica

Uno de los efectos del poder sin contrapesos, de la sobreexposición mediática y de la personalidad autocrática es el síndrome de la infalibilidad, que todo empoderado padece de alguna manera, y su terreno natural es el discurso: las expresiones como medida de la verdad y de lo que sucederá. Es el imperio de la certeza, aquello a lo que se aspira, y su origen profundo está más en las creencias y muy poco en la razón. Las verdades reveladas absuelven y tranquilizan; la duda expone, preocupa y remite a un estado de orfandad, de abandono.

Los grandes dictadores han padecido del síndrome de la infalibilidad hasta que la realidad, por la vía de la tragedia, los ubica; no siempre, pero casi. Trump y López Obrador son ejemplo contemporáneo y, si continúa por esa misma senda, también la presidenta Sheinbaum. Efectivamente, la ausencia de contrapesos lleva a creer que el poder todo lo puede y más cuando se invoca una causa moralmente suprema, como aquello de que “primero los pobres” o el “pueblo siempre tiene la razón” porque goza de un talento innato. No se trata de que el pueblo es tonto, sino que el demagogo lo invoca como causa casi divina.

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La modernidad acompaña a la incertidumbre, no porque en el pasado no existiera, sino porque el apremio por temas más inmediatos no daba ocasión para ocuparse en menesteres sobre el mañana. Ha irrumpido una nueva sociedad, una nueva visión del presente y futuro, así como del poder. La incertidumbre, junto a la indignación, se vuelve letal; en esta condición emocional es natural caer en la tentación de la interpelación populista, de aquel líder que actúa y se asume prodigioso, fuente de certezas, que todo lo sabe, que no se equivoca y que puede conducir a su pueblo por el desierto de la desazón de la vida cotidiana. No debe olvidarse que la indignación, hasta en los asuntos personales, es pésima consejera.

Por allí, una persona con conocimiento natural de la psicología colectiva afirma, con acierto, que en México lo que más dispara el descontento es la frivolidad del gobernante, que el pueblo deja pasar hasta el abuso, la corrupción, la mentira y el engaño, pero no la frivolidad, especialmente convertida en espectáculo. Históricamente, el mayor repudio es para los frívolos, mientras el mayor reconocimiento, para aquellos resueltos a mantener distancia de los excesos del poder. Esto nos ofrece una idea del ascendiente popular de López Obrador; no tanto por aquello de no mentir, robar ni traicionar −que difícilmente alguien cree−, sino algo más a la vista: vivir o aparentar vivir en la sobriedad, en la modestia.

El decálogo de la presidenta Sheinbaum a sus correligionarios morenistas para llevar la vida en austeridad da en la diana. No es cuestión de ser, sino de aparentar. Sin embargo, el problema es la condición humana: no existe poder o amenaza que gobierne las pulsiones que llevan al exceso y al boato; o, en las palabras del líder moral, personificar a los fantoches. Evidencia existe, sobrada.

Se cree infalible porque se desprecia al que se distancia de las certezas que se invocan o a aquel con irresponsable actitud de dudar o criticarlas. Por eso la política ahora, como nunca, ha hecho de la exclusión del opositor objetivo natural; también el embate que se presenta contra la libertad de expresión, fuente de duda y de inevitable cuestionamiento. De acuerdo con el código en curso, no hay mejor opositor que el que se somete, no hay mejor crítico que el que aplaude. Un mundo cerrado en sus propias certezas, contrario a la realidad y la verdad.

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Las mañaneras propician la idea de infalibilidad. Observarlas con rigor es como una suerte de evento religioso, en el sentido de la prédica moral a partir de las certezas del proyecto. Condenas flamígeras al pasado y al que duda, y refugio que reconforta y alivia sobre un promisorio porvenir. Valen las intenciones, no los despreciables y dudosos resultados. López Obrador en su momento y ahora la presidenta Sheinbaum son la única voz, no del gobierno o del Estado, sino del país. Los demás, incluso en el ámbito de la comunicación privada, juegan el papel de reproductores pasivos de la prédica; razón del encono y el repudio a quien diciente.

El ataque a la libertad de expresión tiene por origen el síndrome de infalibilidad del gobernante.

Licenciado en Derecho Facultad de Jurisprudencia UAC. Maestría y Estudios de Doctorado en Gobierno por la Universidad de Essex, Inglaterra.

Ha sido Catedrático en el ITAM; en el ITESM; en el CIDE; y en la Universidad Anáhuac.

En 1997 a 2000 titular de la Asesoría Política en la Presidencia del doctor Ernesto Zedillo.

Desde 2005 director general del Gabinete de Comunicación Estratégica

Columnista Juego de Espejos en Milenio Diario, Bloomberg-El Financiero y en SDP Noticias, Código Libre y en la Revista Peninsular. Coautor de varios textos en materia electoral y estudios históricos.

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