Tanatorio. ¡Qué feo se oye!
El miedo a la muerte, alentado por lo más oscuro de la perversidad humana, nos lleva a usar eufemismos para hablar de las cosas relacionadas con el hecho de morir
¿Quién fue el cabrón que inspiró a los hombres el miedo a la muerte? Seguramente fue algún sacerdote de la antigüedad, perteneciente al culto de Isis o Baal. A ese hideputa –apuesto que no le gustaba trabajar– se le ocurrió la idea de aprovechar para su beneficio el azoro que sentían los humanos, pobrecitos, al contemplar a un muerto. Así, inventó un reino de ultratumba dominado por sombríos dioses que eran rigurosos jueces y verdugos. Para halagarlos y tenerlos bien dispuestos había que llevarles ofrendas a fin de conjurar la ira de aquellas ominosas divinidades, como el Dios del Antiguo Testamento, siempre dispuestas a joder a los humanos, especialmente por toda la eternidad.
Los hombres sintieron miedo de morir, pues tras la muerte les esperaba aquel severo juicio de ultratumba, y quizá penas horribles sin alivio. Llevaban entonces sus sacrificios al altar –pingües corderos, crasos bueyes, tiernos palominos–, y el sacerdote los ofrecía a los dioses en humeantes ritos. Lo que ya no veían los devotos era que luego, en mesa bien dispuesta, el sacerdote disfrutaba las asadas carnes suministradas por aquel providente altar que a los hombres daba la esperanza y al sacerdote la pitanza. Había nacido uno de los mejores negocios de este mundo.
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De eso, claro, hace ya mucho tiempo. Eran los días en que Marco Tulio Cicerón se sorprendía de que los sacerdotes de Roma no se guiñaran el ojo y se sonrieran uno al otro al encontrarse en la calle, burlándose de la credulidad de quienes asistían a sus templos, y gozosos por el provecho que obtenían con el temor y la esperanza de la gente. Pero eso, dije, era antes. Ahora la religión es respetable. Al menos la de cada quién. Las otras quizá no tanto.
El miedo a la muerte, alentado por lo más oscuro de la perversidad humana, nos lleva a usar eufemismos para hablar de las cosas relacionadas con el hecho de morir. “Fulano pasó a mejor vida”, decimos, cautelosos. A los panteones ya no se les llama así: son “jardines de reposo” o “parques del recuerdo”. En España tienen una palabra espantosísima: “tanatorio”, del griego thánatos, que significa muerte. Así, del sanatorio al tanatorio no hay más que una letra. Eso de “tanatorio” me parece a mí que suena bastante mal, igual que el nombre de esa nueva ciencia llamada “tanatología”.
Los mexicanos tenemos muchas y muy variadas las formas para decir que alguien murió: “chupó Faros”; “anda de minero”; “entregó la zalea al divino curtidor”; “colgó los tenis”, “se fue a abonar las margaritas”. Cada lugar tiene sus propias expresiones. En un pueblo de Nuevo León el cementerio está rodeado de milpas. Por eso la expresión “ir a los elotes” significa ahí morirse y ser sepultado. Un cierto señor de ese lugar se puso malo, y fue llevado a un hospital en Monterrey. Sus familiares le preguntaron al doctor cómo veía al enfermo.
–Ha de sentirse muy bien, y hasta con apetito –declaró el facultativo con optimismo–. Dice que ya se va a ir a los elotes.
Mucho debe haberse sorprendido el galeno cuando al oír aquello los familiares del señor rompieron a llorar desconsoladamente.