Un amor inesperado
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“Mi novio es un caballero –declaró en reunión de amigas la linda Susiflor–. Es cortés, educado, comedido; jamás incurre en algún atrevimiento; no se toma conmigo ninguna libertad... ¡Ya me tiene harta!”... El karateca llegó a su casa y encontró a su mujer en trance de erotismo con un sujeto que ciertamente no era él. De inmediato adoptó la postura del arte marcial y profirió a todo pulmón el grito intimidante y agresivo del karate: “¡Yaaaaaa!”. Sin mostrar temor alguno respondió a la amenaza el individuo: “Ya merito”... Exactamente a los 270 días de casada la joven esposa dio a luz cuates, o sea mellizos. El marido, que estaba en la sala de partos con su mujer, le sugirió al obstetra: “No se vaya, doctor. Si la cosa fue como hace 9 meses, dentro de media hora vendrá otra tanda de dos”... La mujer caníbal le comentó, molesta, a su vecina: “No sé qué hacer con mi marido”. Le ofreció la otra: “Si quieres te presto mi recetario”... Arpiana, lo diré sin tapujos, era insoportable. Vivía con sus padres, que no aguantaban ya su mal carácter, el cual iba empeorando con el tiempo. Todas las noches el señor y la señora se ponían en oración para pedir que le saliera a su hija un pretendiente que se la llevara, de ser posible a las antípodas, aunque no se unieran con el sagrado vínculo del matrimonio. El milagro que pedían los tribulados padres se hizo: a la madura célibe la cortejó un sujeto, y además −¡oh maravilla!− con intenciones de casorio. Una noche se presentó el novio en casa de Arpiana y le dijo a su padre: “Vengo a pedirle la mano de su hija”. “Concedida −respondió al punto el genitor−, pero a condición de que se lleve también todo lo demás”... Mister Cluck, ciudadano americano, relató: “Mi tatarabuelo era un poco despistado. En la Guerra de Secesión combatió en favor del Oriente”... Ya conocemos a don Chinguetas: es un tarambana. Su esposa le reclamó, irritada: “Me dicen que tienes una querida, una mujer europea”. “¡Ah, cómo inventa la gente! –se molestó Chinguetas–. ¡Ésa es una gran mentira! ¿De dónde sacaron que es europea?”... El toro semental que en su granja tenía don Poseidón llegó a la edad en que las vacas dejaron de interesarle. Le llevaban una a su corral, dispuesta al cubrimiento, y hacía de ella el mismo caso que si le hubieran llevado una bicicleta o un refrigerador. Así, el granjero fue a un rancho donde vendían toros sementales a fin de comprar uno nuevo para sustituir al que por sus muchos años había adquirido la involuntaria virtud de castidad. El propietario de los animales le mostró a don Poseidón un toro. Le informó: “Es muy bueno. Lo hace dos veces seguidas”. Doña Holofernes, que acompañaba a su marido, le dio a don Poseidón un codazo y le dijo por lo bajo: “¿Ya ves?”. Él se amoscó, pero no respondió nada. Trajo otro semental el dueño y le indicó a don Poseidón: “Éste es mejor. Lo hace tres veces seguidas”. Oyó eso doña Holofernes y le dio otro codazo a su consorte al tiempo que en voz baja le repetía: “¿Ya ves?”. Tampoco replicó el marido a la insinuativa frase, pero su molestia se acentuó. El dueño de los toros trajo otro y lo alabó: “Éste es el campeón. Lo hace cuatro veces seguidas”. Nuevo codazo de doña Holofernes a don Poseidón, y la misma frase comparativa: “¿Ya ves?”. No pudo contenerse por más tiempo el buen señor. Le preguntó al establero: “Dígame: eso de dos veces, tres veces, cuatro veces seguidas, ¿es con la misma vaca o con vacas diferentes?”. “No –aclaró el hombre–. Es con vacas diferentes”. Entonces don Poseidón le dio el codazo a su señora y le dijo con vindicativo acento: “¿Ya ves?”... FIN.
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