Un arte eterno
Francisco Arjona se llamaba, y le decían Cúchares. Matador de reses bravas, uno de los más grandes que el mundo taurino ha conocido, por él se nombra el toreo “el arte de Cúchares”.
Nació en Madrid este Francisco Arjona, pero creció en Sevilla. Las dos ciudades son hermosas; bellos lugares para nacer ahí, o crecer. Era hijo y nieto de toreros. A los 12 años empezó a torear novillos, y llamó la atención de Pedro Romero, creador de la escuela de Ronda. Fue don Pedro quien trasmitió a Cúchares esa sobria severidad de los rondeños, que torean como si estuvieran oficiando misa. Eso hacía Manolete; eso hacía Armilla, el Maestro de Saltillo. Pero Sevilla dio a Cúchares la gracia y alegría de la escuela sevillana; y entonces toreaba como se juega un juego, con despreocupación, y llenaba su lidia de adornos y filigranas, y toreaba al público tanto como toreaba al toro. Lo mismo hizo aquel Manuel Díaz, que cuando citaba al toro muy de cerca le aproximaba el vientre hasta casi rozar con él las astas del animal y luego lo invitaba, zalamero:
-Anda, torito. Toma tripita.
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Una tarde Díaz trataba en vano de hacerle la faena a un manso de la ganadería de Barquero. Este señor era al mismo tiempo criador de reses bravas y sacerdote, canónigo de la Catedral. Como el marrajo no embestía le gritó Díaz con enojo:
-¡Embiste, presbítero!
Cuando después de estoquearlo un toro no doblaba, y se ponía pesado el público, y sonaban los avisos, le suplicaba con dolorido acento este Manuel:
-Vamos, termina ya, hermoso. ¿No ves que tengo cinco hijos?
Eso de torear con garbo y gozo lo hizo también Lorenzo Garza, uno de los más grandes artistas que ha tenido el toreo. Alcancé todavía a verlo torear, y recuerdo a mi padre, que decía:
-Nomás ver a Lorenzo partir plaza desquita el precio del boleto.
Rondeño y sevillano, entonces, era Francisco Arjona, llamado Cúchares, mote cuyo origen ni los más entendidos de la fiesta han alcanzado a descifrar. Lucía en todos los tercios, pero donde mejor mostraba la perfección de su toreo era en la suerte suprema, la de matar. Jamás fallaba con la espada; tal parecía que todos los toros que le tocaban eran priscos, es decir, sin hueso. Mataba recibiendo, o mediante un exacto volapié con el clasicismo que a este modo de matar dio su inventor, aquel Pedro Romero que antes dije. Cúchares hundía el estoque con tal lentitud que un aficionado llegó a decir, posiblemente con hipérbole, que si el estoque hubiera tenido números en la hoja toda la plaza habría podido ir diciendo a medida que el estoque penetraba en el morrillo de la bestia: “Diez... Nueve... Ocho... Siete... Seis...”.
Ahora bien: ¿por qué se me ocurrió este día recordar a Cúchares? Porque una vez tuvo una ocurrencia recordable. Sucede que don Francisco tenía ya más de 50 años, y estaba prácticamente retirado de los toros, cuando cierto empresario le ofreció un contrato para torear en América. El Tato, yerno del viejo diestro, torero como él, trataba de disuadirlo de la empresa, peligrosa para un hombre de su edad.
-Padre -le decía-. Mire que el barco puede hundirse, y se nos va usté a ahogar.
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Replicó Cúchares:
-¿Se ajogó Culón?
Es decir, ¿acaso se ahogó Colón?
No se ajogó Cúchares, pero a diferencia de Colón no regresó de ese viaje desastrado: en Cuba fue víctima del vómito negro, y ahí se le acabó la vida. Ni siquiera murió como anhelan morir los toreros: en la plaza.