Un cuento de ayer (Que sería muy útil hoy)

Opinión
/ 27 marzo 2022
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Vivía en el campo, a orilla del camino, un hombre avaro casado con una mujer tan mezquina o más que él. Piedras de machucar muertos eran los dos, como se dice de aquellos que no dan ni los buenos días.

En cierta ocasión un joven caminante que conocía la fama de los viejos pasó por el lugar. Se acercó a conveniente distancia de la choza de los miserables, y sin decir palabra juntó un poco de leña, encendió una pequeña hoguera, y luego con mucha cortesía llamó a la puerta de los esposos, que lo habían estado viendo desde la ventana.

-Si buscas que te demos de comer, no hay −le dijeron casi a una misma, áspera voz antes de que él pronunciara una palabra.

-Yo traigo mi comida −contestó el joven−. Les pido sólo un jarro para cocinarla.

Se lo prestaron, gustosos de no tener que darle nada, y desde la ventana lo siguieron viendo. Lo vieron escoger unas piedras, lavarlas luego cuidadosamente en el arroyo que por ahí corría, meterlas en el jarro con agua y poner luego el jarro sobre el fuego.

Se miraron los dos sin entender, y fueron con gran curiosidad hacia el muchacho.

-¿Qué haces? −le preguntaron.

-Ya lo ven −respondió aquél− Cocino estas piedras para mi
comida.

-¿Acaso las piedras se comen? −le preguntaron entre burlones e intrigados.

-No todas –contestó el joven−, pero algunas sí. Y son muy sabrosas.

Y así diciendo meneó con una vara su extraño cocimiento. Suspensos quedaron los avaros, y muy interesados. Si aprendían a cocinar y comer piedras ¿cuánto no podrían ahorrarse? De sus cavilaciones los sacó el muchacho:

-Naturalmente, saben mejor si se les pone un poco de sal.

Se la trajeron. ¿Qué era un poco de sal?

-Y si se añaden hierbas de olor −añadió el joven− mejoran más aún. Las hierbas le trajeron, que al fin no valen nada, o poco: yerbabuena y cilantro. Continuaba el hervor, y continuaba el muchacho meneando la olla. Ávidamente seguían los esposos aquellos preparativos, para aprender el guiso de piedras y poder así vivir en adelante sin comprar comida.

-Para que esto sea un manjar de príncipes −les dijo el joven−, nada mejor que ponerle algunos trozos de carne, longaniza, tocino. Y si se les pone garbanzo y arroz, todavía mejor.

Ansiosos por aprender a guisar piedras los avaros le dieron todo al joven. Terminó él de cocinar, pidió una cuchara, y muy a su placer se puso a comer la carne, la longaniza y el tocino, los garbanzos y el arroz.

-¿Y las piedras? −preguntan los vejetes.

-Esas se tiran −les contestó el muchacho−.

Y diciendo y haciendo las tiró.

-Entonces ¿de qué sirven las piedras? −volvieron a preguntar los avarientos.

-De mucho −replicó el muchacho−. Sin ellas ¿habría podido comer yo?

Entendieron la burla los avaros, y quedaron muy corridos. Y colorín colorado, como dicen. El cuento lo escuché yo de mi padre. No sé si sea universal o si es joya de nuestro folklore. Es sabroso de cualquier modo. Y para disfrutarlo no hay que ponerle piedras.

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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