Un cura enamorado

Opinión
/ 8 mayo 2024

Fue cura y abogado. ¡Dios nos valga; qué combinación! También abogado y cura fue el querido e inolvidable Padre Chapo, Jorge García Villarreal, quien solía relatar con su travieso ingenio que cuando los abogados oían que era cura exclamaban consternados: “¿Cómo es posible?”, y cuando los curas se enteraban de que era abogado decían llenos de pesar: “¿Cómo es posible?”.

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Don José Miguel Guridi y Alcocer fue ambas cosas: abogado y cura. Nació en Tlaxcala en los últimos años de la mal llamada Colonia y murió en los primeros de la Independencia, en la Ciudad de México. Tiene sobrados méritos para ser considerado personaje importante en nuestra historia. Igual que su ilustre tocayo, nuestro Ramos Arizpe, fue diputado a las Cortes de Cádiz; firmó el Acta de Independencia y la Constitución de 1824 (tengo en mi biblioteca un ejemplar de la edición príncipe de esa Carta Magna, y ahí viene su firma); escribió un “Arte de la lengua latina”, y fue adalid muy esforzado de la Virgen de Guadalupe: sostuvo la historicidad de sus apariciones, y de la figura de Juan Diego, frente a quienes ya desde entonces las negaban.

Me da bastante risa el título de otro de los libros de don José Miguel. Esa obra se llama “Los Daños del Juego”. O un gran arrepentido debe haber sido el padre Guridi y Alcocer, o un gran simulador, porque sucede que a más de cura y abogado fue también tahúr empedernido. Todas las noches leía el breviario de las 40 hojas, quiero decir la baraja; le amanecía en esa lectura tan poco edificante. Hora tras hora se las pasaba don José Miguel jugando brisca y albures; en sus apuestas empleaba las limosnas, estipendios y obvenciones que recibía en el curato de Acajete.

No paran ahí las cosas. El señor cura fue también torero y charro. Lidiaba con mucho arte novillos y toretes; lazaba con pericia yeguas brutas. Además era jinete consumado: si hubiera vivido en nuestros días habría podido participar en las tremendas cabalgatas que antes hacían los gobernadores, y al terminar el recorrido se le habría visto fresco como una lechuga, y no renco, dolido y lacerado, con las nalgas hechas puré, como acababan muchos de los desventurados que por razones de política, y sin saber montar a caballo, se veían en la penosa necesidad de andar en esos andares.

No eran todos aquéllos, sin embargo, los principales pasatiempos del señor cura. En todo Tlaxcala, y más allá de sus confines, tenía fama de seductor de damas. La especialidad del Padre Guridi eran las señoritas casaderas y las señoras ya casadas. No gustaba don José Miguel de las viudas ni de las solteronas, propicio campo en aquellos tiempos −no sé si todavía en éstos− para el levantamiento de sotanas. Digo “levantamiento” en recuerdo de aquel eclesiástico que entró en amores con una cierta dama. Preguntó uno:

-¿Colgó la sotana?

-No −respondió otro−. Nada más se la levantó.

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He leído las memorias de Guridi y Alcocer en un raro volumen cuya primera edición, y única hasta donde sé, data de 1906. De la lectura de ese libro se desprende que don José Miguel estaba muy lejos de sentir la vocación religiosa, y menos aún la del celibato. Por eso no debe sorprendernos que le haya sucedido lo que le sucedió.

Cierto día llegó al pueblo una mujer llamada Emilita. Ella era... Pero el espacio se ha agotado, y quizá también la paciencia del lector. Continuaré mañana, Deo favente, la verdadera historia de lo que le pasó con Emilita al señor cura y abogado José Miguel Guridi y Alcocer.

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