Un hombre justo
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En el Antiguo Testamento encuentra uno demasiados elogios a gente violenta: a los guerreros, a la mujer que cortó la cabeza de su amante, al rey David que mandó matar un soldado para quedarse con su esposa, al gran sacerdote que cortaba tantas gargantas de enemigos que se cansó y debieron sostenerle la mano con el cuchillo para que siguiera asesinando (por órdenes de Yahvé); centenares de malvados son aplaudidos en la Escritura. En una elocuente obra, el gran especialista en literatura, Harold Bloom, judío, hace un paralelismo entre las obras de Homero y varios libros de la Biblia, encontrando que coinciden en la exaltación de la violencia. Homero dedica su obra a la cólera de Aquiles y Yahvé siempre está de mal humor (dice Bloom).
Mas, la Biblia tiene, o se da lugar, para ensalzar a hombres buenos, porque los hubo. El más grande halago que se podía hacer a un ser humano es que era un “hombre justo”. Y el título es en verdad raro y maravilloso, porque se le atribuye a quien ha sido compasivo, razonable, piadoso, imparcial, generoso...
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Acaba de fallecer Rodolfo Flores López, alguien a quien puede aplicársele el apodo de hombre justo sin cortesías ni ambigüedades. Rodolfo se formó en el Seminario Diocesano de Saltillo, pasó a estudiar filosofía a Montezuma, Nuevo México y se ordenó sacerdote. Ejerció su ministerio en el templo de San Esteban y no estoy seguro si también en Catedral. Un buen día, pidió permiso al señor obispo Luis Guízar Barragán para dejar el sacerdocio y poder contraer matrimonio. Y se casó con Gloria Martha Morales procreando una bella familia.
Es claro que nadie puede pasar del orden sagrado a la vida familiar como si nada; esa sociedad exige tener dinero y otros recursos para mantenerla: había que buscar o crear un trabajo. Rodolfo puso un negocio de puertas y ventanas de aluminio y otros servicios, para lo cual contrató ayudantes: obreros, artesanos, vidrieros, un contador y demás. No se hizo rico, pero logró vivir bien y dar ocupación y oficio a varios jóvenes durante décadas. Era buscado por dos cualidades: nunca abusaba del cliente y cumplía en tiempo. Llegó a ser contratado en Monterrey, Monclova y otras ciudades.
Rodolfo completaba su economía impartiendo clases en dos lugares: el instituto Alberto del Canto (con Chucho Navarro) y el Instituto Seglar de Estudios Religiosos (con el padre Usabiaga). En el primero educaba adolescentes y en el segundo a profesionistas. Sé que todo mundo lo quería, lo admiraba y deseaba tomar sus clases de ética, antropología, teología y filosofía. A su clase en el ISER no faltaban médicos, ingenieros, abogados, maestras y periodistas. Tenía el don de la elocuencia, de la lógica, del diálogo mesurado.
Pasaron los años y envejeció, como todos lo hacemos. Un buen día, Rodolfo y Gloria Martha, reunieron a sus empleados y les anunciaron que se retiraban porque ya habían trabajado demasiado y deseaban disfrutar del hogar y la vejez. Y, antes que los ayudantes se acongojaran, porque se quedaban sin la fuente de ingresos, Rodolfo les anunció que había decidido regalarles la empresa. Y la empresa ha seguido dando servicio sin cambios sustanciales.
En dos cosas se distinguió: era un buen predicador y un excelente lector. En el Seminario Diocesano no se hablaba durante las comidas y siempre había un lector que en voz alta leía un buen libro, y Rodolfo era el mejor de los lectores. Recuerdo que en cinco años se escuchó completa la Historia de los Papas, del alemán Ludovico Pastor, en 17 volúmenes, que hay que aclarar que era protestante. Así, se conoció un pasado muy objetivo con capítulos realmente apasionantes. Y la dicción de Rodolfo era perfecta. Durante muchos años puso su taller a disposición de un coro de Canto Gregoriano para que ensayara todos los martes: de ahí salió un bello CD con cánticos medievales que editó Pedro Moreno cuando Óscar Pimentel era alcalde. Ese fue Rodolfo: un hombre justo.