Un hombre más. Un hombre menos (II)
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Se le ha ido la vida a este hombre. Se le perdió entre los escaques del tablero de ajedrez. La insana pasión por ese juego llegó a dominarlo de tal modo que por él renunció a todo, aun a sí mismo.
Ni siquiera llegó a ser un gran ajedrecista. Para eso se necesita un genio que no tenía él. Alguna vez sus amigos lo animaron a participar en un torneo que hubo en Monterrey. Volvió derrotado y abatido: no pudo ganar ni una partida; sólo pudo hacer tablas un juego frente a un muchachillo de 13 años que luego, en la segunda ronda, lo venció.
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Esa vez juró no volver a jugar ya nunca más. Su madre se alegró mucho, y fue a darle gracias al Señor de la Capilla, pues desde hacía años le tenía pedido ese milagro. Pero la dicha de la buena señora duró menos que la veladora que dejó encendida frente al altar del Santo Cristo. Al tercer día el hombre volvió a clavarse en el tablero, aquel territorio de su perdición.
Yo alcancé a conocer al ajedrecista. Era de aventajada estatura y muy delgado; tenía rubicunda la tez, el pelo ralo de color de arena. Casi no hablaba; cuando lo hacía su voz apenas se podía escuchar. Daba clases en una escuela, ya lo dije, pero en su salón reinaba siempre un caos indescriptible, pues en mitad de la lección recordaba un lance de la partida que jugó el día anterior, y empezaba a preguntarse en el pensamiento si debió hacer esa jugada, u otra entre las infinitas jugadas posibles que combinaba en su imaginación. Entonces enmudecía y se quedaba inmóvil como si estuviera mirando alguna aparición. Una mañana sus estudiantes, al verlo así, abstraído, se fueron saliendo uno por uno del salón, y él ni siquiera se dio cuenta de que se había quedado solo hasta que sonó el timbre que daba fin a la clase.
Murió el ajedrecista cuando no llegaba todavía a los 40 años de edad. Murió de un mal de orina, según dijeron los doctores. Adquirió un grave padecimiento renal porque se estaba muchas horas frente al tablero, bebiendo taza tras taza de café, y nunca se levantaba para ir al baño, pues no quería perder la concentración que requería para la siguiente jugada.
Nadie aparte de su madre lo lloró. Los vecinos, que lo consideraban loco, fueron apresuradamente a darle el pésame a la pobre mujer sin hijo ya y luego la dejaron sola con su muerto, pues entonces los velorios se hacían en las casas. Al entierro asistió media docena de familiares que casi no habían conocido al desdichado.
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Al día siguiente de su sepelio la señora buscó entre sus papeles. Lo único que encontró fue un centenar de partidas anotadas, algunos problemas de mate en dos o tres jugadas y un raro diseño para cambiar el juego de modo que pudiera jugarse con una esquina del tablero frente a cada jugador, ya que así el rey quedaría en la punta, protegido por todas las demás piezas. Tomó esos papeles la señora, cogió también las piezas y el tablero y lo quemó todo en el corral.
Borges escribió varios sonetos sobre el ajedrez. (Eso de escribir sonetos no deja de ser también un ajedrez). En uno de ellos dice que el jugador mueve las piezas, y otro jugador invisible, o sea Dios, mueve a ese jugador. “...¿Qué dios detrás de Dios....?”, pregunta luego. Los poetas responden preguntas que nadie puede contestar, y hacen preguntas que nadie puede responder.