Una aventura de don Juan
Don Juan A. Siller tenía 70 años. Iba ese día en su camioneta, con su hija y una nieta, por aquel paraje del norte de Coahuila tan hermoso que la gente le puso bello nombre: “El Cariño de la Montaña”. Don Juan señalaba a sus compañeras de viaje las bellezas que a su paso se iban descubriendo: aquel picacho que parecía −como todos los picachos del mundo− desafiar al cielo; aquel manchón de verdura de los árboles nuevos al final del valle; aquella agua plateada que corría por el fondo del barranco...
Algo que no vio don Juan por ir viendo tantas cosas fue una curva. Así, la camioneta se salió de la carretera, dio un par de marometas y quedó, como se dice por acá, patas p’arriba. Maltrechas y doloridas, aunque sin daño, hija y nieta salieron como Dios les dio a entender del derrengado vehículo.
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¿Y don Juan? Por ningún lado se le veía. A todo correr llegaron rancheros que desde sus labores vieron el desaguisado. También ellos se aplicaron a buscar afanosamente a don Juan. Lo buscaron abajo de la camioneta, a lo largo del trecho que recorrió el vehículo antes de volcarse, y no lo hallaron.
De pronto se escuchó una cavernosa voz que parecía venir de abajo de la tierra. Y en efecto, de abajo de la tierra venía aquella voz, que se escuchó otra vez. Angustiada quedó la hija de don Juan. No se explicaba aquello. Su padre había sido siempre excelentísima persona, honesto comerciante. Si estaba ya en la otra vida su voz debía venir por fuerza de allá arriba, de la morada celestial a donde llegan las almas de los buenos. Pero no había duda: la voz venía de abajo, de las profundidades de la tierra. ¿Acaso don Juan estaba en la otra parte? Pues ¿qué habría hecho?
Uno de los rancheros rompió el suspenso, y de paso dio también con don Juan. Había ahí una noria. Increíblemente, inverosímilmente, la puerta de la camioneta se abrió en el preciso instante en que el vehículo pasó sobre la noria. En ella y en su agua cayó don Juan. De 6 metros abajo venía la voz de aquel que sólo por milagro había sobrevivido a dos accidentes casi simultáneos: el vuelco de la camioneta y la caída al fondo de la noria.
La hija de don Juan les suplicó a los rancheros que de prisa lo sacaran de ahí, por su mamacita santa. No la tenían los campesinos. La prisa, quiero decir. A lo más que se avinieron, ya que ninguno de ellos quiso arriesgarse a descender al pozo para dar auxilio a aquel que bien lo necesitaba, fue a echarle un mecate, reata, cuerda o soga. Y eso hicieron. Y don Juan A. Siller, de 70 años, lacerado, lleno de golpes, aturdido por la volcadura y la caída, tuvo la entereza y el tino para atarse por la cintura a aquella cuerda y gritar que lo sacaran de ahí lo antes posible, porque allá abajo se estaba muy incómodo. Las fuerzas le alcanzaron todavía para, ya afuera, dar primero infinitas gracias a Dios por haberle salvado así la vida, y luego maldecir a todas las camionetas y las norias que en el mundo han sido, sin excluir del largo catálogo de maldiciones a los pendejos ingenieros que ponen curvas peligrosas en las carreteras. Es fama que después, cuando veía una camioneta, aquel buen señor se santiguaba con temor y luego se apartaba de ella cautelosamente. Tampoco volvió a acercarse a alguna noria.
Muchos años más viviría don Juan después de ese acontecimiento bueno para figurar en “Aunque usted no lo crea”, de Ripley. Murió a los 96 años de su edad, luego de una brevísima enfermedad que lo postró sólo por 8 días. Fue él uno de los más antiguos y prestigiados comerciantes del Saltillo que algunos recordamos todavía. La tienda del señor Siller se llamó “La Abundancia”.