Unas picaditas

Opinión
/ 21 noviembre 2025

Voy a Coatzacoalcos, precioso lugar de Veracruz. Desde que llego al hotel me asalta el gozo de vivir veracruzano

Quien esto escribe pertenece a la honrosa fraternidad de quienes andan en la legua. Actores, cirqueros, conferencistas, todos somos lo mismo; los mismos somos todos. Los conferenciantes nos encontramos en el camino y nos reconocemos:

–Supe que estuviste en Mexicali. Al día siguiente estuve yo.

–¿Cómo te fue en Villahermosa? A mí muy bien.

–Te van a llamar de Durango para la convención de madereros. Me pidieron tu teléfono.

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¡Cuán bello oficio es este! ¡Qué hermoso es el camino! “Piedra que rueda no cría moho”, afirma un refrán hecho por alguien que sabía de piedras y de mohos. Y en efecto: las peregrinaciones fortalecen el cuerpo e iluminan el alma. Claro, a cambio la piedra debe renunciar al moho, y el moho es capa protectora. Pero tiempo habrá luego de adquirirlo, cuando el cuerpo y el alma te pidan paz, y te la den. Eso a mí todavía no me sucede. Quizá pronto me sucederá, pero mientras tanto sigo gozando el camino en espera de la final posada.

Voy a Coatzacoalcos, precioso lugar de Veracruz. Desde que llego al hotel me asalta el gozo de vivir veracruzano:

–¿Quiere su cuarto con vista al mar o al bar? –me pregunta la chica, morena y garbosa, de la recepción.

Poco después, en el restorán, el mesero al que he pedido la sugerencia de algún platillo típico me ofrece:

–¿Le doy unas picaditas?

Me resigno al albur. ¿Quién puede competir con esos insignes pícaros capaces de alburear al Santo Padre si ocasión tuvieran para ello? Además por la ventana del restaurante se mira todo el mar, ese maravilloso golfo al que ni el cabrón de Trump ha podido cambiarle el nombre, el gran Golfo de México. Se mira también el malecón, que cada vez que hay norte desaparece bajo una arena como talco que el municipio tarda semanas en quitar, sólo para que otro norte lo vuela a sepultar de nuevo.

La playa está vacía, pues ya cae el crepúsculo. En ella están nomás una muchacha solitaria y un solitario pescador. La chica se ha sentado sobre una piedra grande; el pescador, con el agua hasta la cintura, arroja una y otra vez su pequeña red, y la recoge luego. ¿Qué hace la muchacha? Espera, lo mismo que todas las muchachas. ¿Qué hace el pescador? Espera, lo mismo que todos los pescadores.

Llega un hombre joven, se detiene junto a la chica y entabla conversación con ella. Yo no oigo lo que dicen, pero lo adivino. Es el eterno “¿Cómo te llamas?”, “¿En dónde vives?”, “¿Estudias o trabajas?”. Excepción hecha de la última pregunta, tales palabras son las mismas que a Laura quizá dijo Petrarca.

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Yo me concentro en las famosas picaditas, sabrosísimas incluso con albur, y pongo la vista en el gran disco del sol y de las nubes. Recuerdo los versos de Jardiel Poncela: “...El crepúsculo es siempre igual. / El sol se esconde en el fanal / de unas nubes incandescentes. / El crepúsculo es siempre igual... / ¡Pero los hay tan diferentes!”.

Remolón se marcha el sol por fin. Si por él fuera se habría quedado a ver el crepúsculo él también. El mar y el cielo se vuelven plata que bruñe el perfil de las palmeras. Todas las palmeras de Veracruz le pertenecen a perpetuidad a Agustín Lara. El pescador recoge su red. La muchacha se va con el muchacho. El pescador no ha pescado nada. La pescadora sí. Yo doy el último trago a mi cerveza. En el vino, dice el adagio latino, está la verdad. En la cerveza ha de estar por lo menos la mitad de ella. Con esa mitad me conformo. Para lo que necesita uno la verdad con eso es suficiente.

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Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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