Vacío común

Opinión
/ 3 agosto 2025

“Entre la ventana y el umbral

hay un rincón cerca del cielo

también, quiero decir, quiero decir,

a ras de suelo

barrio bravo

barrio duro

barrio cálido y tierno

como un centro periférico

donde te busco y te encuentro.”

Francisco Barrios “el mastuerzo”.

Etimológicamente, hábitat proviene del latín habitāre y quiere decir “vivir o morar” y que a su vez, se deriva del verbo latino habēre que significa “tener o poseer”. Así pues, hábitat se le denomina al lugar o lugares donde un organismo vive, reside o se encuentra en su entorno natural. En otras palabras, es un espacio que puede ser interior o exterior, público o privado donde los individuos pueden desarrollarse de forma integral y placentera, al mismo tiempo, en cuanto al espacio público, este un conjunto de objetos y espacios vacíos por donde es posible circular y, que le otorgan a la ciudad, un valor agregado en cuanto a su imagen y a su paisaje.

Las plazas públicas son lugares o sitios dentro de la ciudad en donde se procura la convivencia, el sano esparcimiento, la salud física, el deporte, el aire limpio, la congregación de la diversidad de flora y fauna que además, procuran en los individuos, el mejoramiento de su calidad de vida y la convivencia entre especies. En los centros históricos de las ciudades, estas plazas generalmente se encuentran ubicadas más allá de los atrios de las iglesias o catedrales, son puntos de reunión: vacíos comunes.

Cada espacio público, así como cada plaza, tiene su propia función para la cual fue creada, aunque en muchas ocasiones ésta vocación cambie por el uso y las costumbres de quienes la caminan y la aprovechan. Ya sea que esta función primigenia se cumpla o no, el hecho es que estos espacios dan continuidad y a la vez conectan y vinculan los diversos barrios que se encuentran en un centro histórico. Esto otorga al usuario, al peatón, al caminante o corredor, una sensación de continuidad, de espacio fluido: de pertenencia, un punto de encuentro y arraigo. Áreas abiertas reconocibles, identificables, que otorgan a los pies y almas que las circulan una sensación de estar “dentro” de un mismo lugar, el cual se articula por paseos y caminos que lo dirigen de un lado a otro, reconociendo sus sendas, sus árboles, el sonido de los pájaros, edificios circundantes, muros y cielo que conforman un paisaje urbano.

Las plazas, como la arquitectura, son también un reflejo de quien las utiliza y quien las construye, destruye o modifica. El crecimiento urbano como el de todo centro fundacional de una ciudad se encuentra condicionado por su desarrollo económico dentro de un proceso histórico.

En nuestra ciudad, plazas como: la del templo de San Francisco, la Plaza de Armas, la plaza Manuel Acuña o la Alameda Zaragoza, entre otras, conforman un trayecto, una concatenación de espacios abiertos vinculados por vías y sendas, que proyectan la imagen del centro histórico y que provocan en el peatón la posibilidad de reconocer (se) símbolos de su identidad, no solamente en sus edificios, sino en su flora, fauna o su biodiversidad. Intervenir un espacio urbano que cumple con los tres principios fundamentales de la arquitectura según el arquitecto Vitrubio (utilidad, belleza y solidez), como lo es la Alameda Zaragoza, es un desperdicio y un despropósito, no solamente de recursos económicos, sino humanos y materiales. Es decir, siguiendo la línea del arquitecto, la utilidad y la solidez son principios cuantificables, la belleza es un principio gratuito, que no necesariamente se relaciona al costo porque está dada por los objetos y elementos materiales y naturales que ahí moran y habitan. Incluir, atender, mantener, conservar, restaurar, dignificar, democratizar, mejorar los espacios públicos, las fachadas, las viviendas tradicionales o vernáculas que le dan identidad a nuestros centros fundacionales, entre otras acciones más urgentes y necesarias que nuestra ciudad demanda, deberían encabezar la lista de prioridades para mejorar no solamente su imagen, sino muy por encima de esto, la calidad de vida de sus habitantes.

Arquitecta por la Universidad de Monterrey. Cursó la maestría en Arquitectura con especialidad en diseño y tecnología ambiental en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma de Coahuila, donde fue becaria del CONACYT y enfoca su investigación para la obtención del grado a los usos, aplicaciones y adaptaciones de la arquitectura vernácula a las nuevas demandas de la época actual. Es profesora investigadora con perfil PRODEP y coordinadora de posgrado en la Escuela de Artes Plásticas Prof. Rubén Herrera de la UA de C. Forma parte de la Academia de investigación, es miembro del comité de reforma curricular de ambas carreras, miembro del comité de la Maestría en Arte y Diseño, así como del Núcleo académico Básico del mismo programa, miembro del cuerpo académico “Expresión visual” de la licenciatura en Diseño Gráfico. Coordina la plataforma In Signia, sitio dedicado al estudio, promoción y preservación del patrimonio y los símbolos que conforman la identidad en su ciudad natal. Becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Coahuila en el año 2012 en el área de patrimonio y como creadora con trayectoria en 2021, coordinadora del libro Umbrales. El centro de Saltillo. Visiones desde la transdisciplina, donde además colabora con un capítulo, ganadora del premio de periodismo cultural Armando Fuentes Aguirre “Catón” emisión número 23 en categoría Prensa.

Formó parte del equipo de diseño del prototipo de vivienda sustentable propuesto por el CINVESTAV. Autora del capítulo “Apropiarse el territorio” en “Dimensiones del Espacio” libro editado por la UAdeC. Colaboradora en diversas revistas de divulgación a nivel nacional y regional como la Gazeta del Archivo Municipal de Saltillo. Es analista, gestora y asesora en temas de reglamentación urbana. Estudiante de Doctorado en Arquitectura y Urbanismo en la Facultad de Arquitectura de la misma universidad en donde desarrolla proyectos de investigación relacionados con el patrimonio, los imaginarios y emblemas simbólicos.

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