Vacío común
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“Entre la ventana y el umbral
hay un rincón cerca del cielo
también, quiero decir, quiero decir,
a ras de suelo
barrio bravo
barrio duro
barrio cálido y tierno
como un centro periférico
donde te busco y te encuentro.”
Francisco Barrios “el mastuerzo”.
Etimológicamente, hábitat proviene del latín habitāre y quiere decir “vivir o morar” y que a su vez, se deriva del verbo latino habēre que significa “tener o poseer”. Así pues, hábitat se le denomina al lugar o lugares donde un organismo vive, reside o se encuentra en su entorno natural. En otras palabras, es un espacio que puede ser interior o exterior, público o privado donde los individuos pueden desarrollarse de forma integral y placentera, al mismo tiempo, en cuanto al espacio público, este un conjunto de objetos y espacios vacíos por donde es posible circular y, que le otorgan a la ciudad, un valor agregado en cuanto a su imagen y a su paisaje.
Las plazas públicas son lugares o sitios dentro de la ciudad en donde se procura la convivencia, el sano esparcimiento, la salud física, el deporte, el aire limpio, la congregación de la diversidad de flora y fauna que además, procuran en los individuos, el mejoramiento de su calidad de vida y la convivencia entre especies. En los centros históricos de las ciudades, estas plazas generalmente se encuentran ubicadas más allá de los atrios de las iglesias o catedrales, son puntos de reunión: vacíos comunes.
Cada espacio público, así como cada plaza, tiene su propia función para la cual fue creada, aunque en muchas ocasiones ésta vocación cambie por el uso y las costumbres de quienes la caminan y la aprovechan. Ya sea que esta función primigenia se cumpla o no, el hecho es que estos espacios dan continuidad y a la vez conectan y vinculan los diversos barrios que se encuentran en un centro histórico. Esto otorga al usuario, al peatón, al caminante o corredor, una sensación de continuidad, de espacio fluido: de pertenencia, un punto de encuentro y arraigo. Áreas abiertas reconocibles, identificables, que otorgan a los pies y almas que las circulan una sensación de estar “dentro” de un mismo lugar, el cual se articula por paseos y caminos que lo dirigen de un lado a otro, reconociendo sus sendas, sus árboles, el sonido de los pájaros, edificios circundantes, muros y cielo que conforman un paisaje urbano.
Las plazas, como la arquitectura, son también un reflejo de quien las utiliza y quien las construye, destruye o modifica. El crecimiento urbano como el de todo centro fundacional de una ciudad se encuentra condicionado por su desarrollo económico dentro de un proceso histórico.
En nuestra ciudad, plazas como: la del templo de San Francisco, la Plaza de Armas, la plaza Manuel Acuña o la Alameda Zaragoza, entre otras, conforman un trayecto, una concatenación de espacios abiertos vinculados por vías y sendas, que proyectan la imagen del centro histórico y que provocan en el peatón la posibilidad de reconocer (se) símbolos de su identidad, no solamente en sus edificios, sino en su flora, fauna o su biodiversidad. Intervenir un espacio urbano que cumple con los tres principios fundamentales de la arquitectura según el arquitecto Vitrubio (utilidad, belleza y solidez), como lo es la Alameda Zaragoza, es un desperdicio y un despropósito, no solamente de recursos económicos, sino humanos y materiales. Es decir, siguiendo la línea del arquitecto, la utilidad y la solidez son principios cuantificables, la belleza es un principio gratuito, que no necesariamente se relaciona al costo porque está dada por los objetos y elementos materiales y naturales que ahí moran y habitan. Incluir, atender, mantener, conservar, restaurar, dignificar, democratizar, mejorar los espacios públicos, las fachadas, las viviendas tradicionales o vernáculas que le dan identidad a nuestros centros fundacionales, entre otras acciones más urgentes y necesarias que nuestra ciudad demanda, deberían encabezar la lista de prioridades para mejorar no solamente su imagen, sino muy por encima de esto, la calidad de vida de sus habitantes.