Santa Sabina en la calle de Perpetua

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/ 22 septiembre 2015

    Hoy, cuando la noticia de la muerte de Rita nos deja petrificados, evoco a esta enorme artista con una crónica de los viejos tiempos porque ella estando aquí no está, estando aquí no estando está

    México.- A finales de los incomprendidos años ochenta, el maese Jordi Soler, en ese entonces figura fundamental de la legendaria estación radiofónica Rock 101, hoy enorme escritor, me habló a la oficina del suplemento cultural del que era subeditor para proponerme una entrevista con una banda que, sin duda, refrescaría el aburrido escenario del rock mexicano. Así me presentó a Santa Sabina, una banda de extrañas y oscuras criaturas comandadas por una luminosa Rita Guerrero que era toda intensidad, profundidad y portadora de una voz capaz de desatar seducciones y misterios. Su propuesta era otra, refrescante y sin concesiones. Fue una experiencia deslumbrante.

    Hoy, cuando la noticia de la muerte de Rita nos deja petrificados, evoco a esta enorme artista con una crónica de los viejos tiempos porque ella estando aquí no está, estando aquí no estando está.

    Yo, que viajo en pesera para no treparme al Metro y evadir, así, los tremendos conciliábulos de la masa, aterricé en La Ultima Carcajada de la Cumbacha (LUCC) rodeado de cien noctívagos coyoacanenses educados en escuelas activas, diez jipitecas profesionales acompañados de sus respectivas neonostalgias de fodonguez inclasificables, quince chamacos de ávidas miradas perfectamente vigilados por sus progenitores, grupúsculos de naturalezas crípticas, escépticas y antisépticas, un locutor radiofónico que inventariaba ninfetas, ciertos personajes que legitimados por el consumo de grados Gay-Lusacc cometían toda clase de fechorías, pederestas identificados por actitudes y propósitos, y diez probables intelectuales haciendo sociología del mitin rocanrolero. En esos cincuenta metros cuadrados de barullo sardinesco, estaban también algunos sobrevivientes del boom rockero nacional: Bon y uno que otro enemigo de la música, dos malditos vecinderos en las labores propias del francotirador, el tecladista de Neón en la rudísima tarea de hacer entrar en razón a su agria media naranja, Ricardo Ochoa, sin Kenny, muy atareado en explicarse los fenómenos del espectáculo mexicano, y los inefables de siempre que no venían al caso.

    "Ya no me caben las flores en el cuerpo", se llamaba el concierto de aquel 19 de agosto de 1990, organizado por la banda Santa Sabina en la celebración de su primer aniversario de andar en los tinglados. El telón se rompe y por sobre las cabezas del personal aparecen ellos, colocados en sus espacios respectivos a la merced de las luminosidades que se multiplicaban a su alrededor. Hay flores esparcidas en el escenario arañando simbologías de corona mortuoria y de ramos en días de san Valentín. Segmentos de sombras no alcanzan a imantar fotones; era la danza de los claroscuros que acuden al llamado de las notas. Matices que tientan los latidos subvertidos de los pentagramas. A contra luz, el cuerpo en movimiento de Rita Guerrero -que es algo así como la pequeña Lulú perversa en las vocales- toma dimensiones aparentes, sospechosas, encaprichadas, drásticamente diluidas en la sensualidad.

    "Qué te pasó en el camino que tienes ese rostro/ que tus ojos no registran infamias de ayer."

    Alfonso Figueroa, con todo el peso de su redonda humanidad, deja de perseguir miradas y comienza por deshojar sonidos en su bajo y, en vez de registrar las densidades rítmicas, las exprimía violento hasta dejar la pura cáscara quedándose con el rico zumo de sus contenidos.

    "Qué te pasó en el camino que el corazón y la razón/ no se han podido encontrar/ porque el deseo está ausente."

    Jacobo Lieberman, estacionado frente a los teclados, no sucumbe a ninguna tentación: sus dedos describen hemorragias y escenografías por donde bogan conmociones de la instrumentación.

    "Ausencia de todo/ estar aquí o no/ aquí no es importante/ necesita un cuarto de hotel de quinta categoría/ olvidar que tiene un lugar en este vacío mental."

    La guitarra eléctrica es un artefacto especialmente ideado para explorar concupiscencias, rastrear delitos de la imaginación y la sensibilidad, contraer síndromes ajenos a la pesadumbre y la indiferencia. Eso lo sabe bien Pablo Valero al batirse con su lira como los grandes.

    "Nada va a llenar el vacío mar que hay en su corazón/ quizá el mar muerto le dé vida otra vez."

    Tras la batería hay un sombrero y unos ojos rediseñados por un rímel negro. Unos brazos invocan estentóreas profundidades en cada impulso. Las baquetas buscan el estrangulamiento de la parsimonia. Patricio Iglesias se deja guiar por las transparencias inconformes y los ritos de la obsesión.

    La constitución de Santa Sabina fue una imprudencia. Con ellos perecieron las repetitivas consecuencias de la música popular comercializada, las inconveniencias del punk-homogeneizado, los pormenores del metal-preorgásmico, las contribuciones del rock ecléctico, las desviaciones del tecno superficial y los vómitos de la generalizada costumbre de embutirse en los lugares comunes. Santa Sabina es una hipodérmica inyección de adrenalina que transita los canales de la búsqueda milenaria y mística del Aleph borgiano, ese lugar inmisericorde donde se amontonan los hechos pasados y presentes en la intuición de las delicias pasmosas del futuro incierto.

    El espectáculo se vuelve teatral: desata imágenes que se consumen en inciensos, dibujos, decoloraciones. Rita malea su voz con perverso encanto tonal, sus palabras destruyen el artificio del mero alucine y a cambio profanan la estética de la desesperanza para que en las inmediaciones del asfalto germinen vitales seducciones. Porque también la muchedumbre es una forma de desierto, Santa Sabina ejercita la creatividad mientras se arroja al rescate de la introspección y la soledad como refugio y caverna poblada de especulaciones. Las tramas se bordan de la crítica a la compasión y se aparcan en el escepticismo hiperactivo. El proscenio administra espacios para comedias y tragedias minimalistas con aguerrida música de fondo. Sonlos gritos esperpénticos del horror y del orgasmo, referencias experimentales de la convivencia multitudinaria con los fantasmas que a todos nos persiguen.

    Una luz cubre intermitente la silueta de un tipo que muestra su espalda. De sus dedos emergen líneas y pigmentaciones que forman las facciones terribles de un hombre observando al mundo desde su tribuna unidimensional de cartulina. Sus ojos desgobernados anunciaban la locura interna que los obnubila. Sus palabras fueron terminantes: NO HAY PEDO, NOS VAMOS A MORIR TODOS.

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