¿Cómo hace un hombre para comprar un traje de baño para niña?
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ERA UN HOMBRE HOMOSEXUAL QUE HABÍA ADOPTADO A UNA HIJA, ASÍ QUE TENÍA BRECHAS EN MI CONOCIMIENTO PARENTAL.
Por: Haig Chahinian
Era un hombre blanco homosexual que había adoptado a una hija birracial, así que no sabía muy bien cómo elegir sus trajes de baño. Una vez le puse un traje de dos piezas de algodón rojo tejido a ganchillo por mi madre, una elección elegante pero poco práctica, algo que aprendí cuando se empapó.
El verano en que cumplió cuatro años, me dijo: “Papá, ¿podemos ir al parque de la piscina?”.
“Enseguida”, le dije, y luego me arrepentí. Porque no estábamos preparados. Crecía deprisa y necesitaba un traje de baño nuevo. Al día siguiente, de compras por mi cuenta en unos grandes almacenes, me costó encontrar algo que le gustara y que no se le cayera, y al final me decidí por una especie de traje de buzo rígido color azul claro que le llegaba hasta las rodillas y los codos.
Mientras caminaba hacia la piscina cercana de Harlem con mi hija enfundada en su nuevo traje de baño completo, vi que había una larga cola delante. Para nuestro tercer intento de bañarnos en pleno verano, ya me había acostumbrado a lo que parecía una autenticación multifactor de los usuarios de las piscinas públicas de Nueva York.
La primera vez nos habíamos presentado durante una hora de limpieza. La segunda vez no habíamos traído el candado adecuado. Cuando nos formamos en la fila, volví a leer las reglas. Parecía que por fin lo estaba haciendo bien. Unos adolescentes atravesaron la entrada, lo que me dio esperanzas.
“¿Tiene traje de baño?”, me preguntó la guardia.
“Sí, lo lleva puesto”, respondí.
“¿Eso es un traje de baño?”, dijo. “No lo sé. Tengo que llamar a mi supervisor”.
Me sentí mal por mi hija, nerviosa ante la mirada escrutadora de la empleada. ¿Me estaba implicando a mí también? ¿Se estaba juzgando nuestra relación? Con su piel morena junto a mi tez más clara, no parecíamos parientes. De pie sobre la calurosa acera de julio, nadie podía ver que nuestros corazones estaban unidos.
Cuando era pequeño, mis hermanas me llamaban “Skinny Bone Jones”. Yo quería ser lo contrario de mi padre. Sus padres habían sobrevivido al genocidio armenio como huérfanos, pero la experiencia los marcó. En su papel de padre, siempre parecía distante, como si estuviera en otra parte. En nuestras visitas al océano, pasaba nadando a mi lado como si hubiera algún lugar más importante al que intentaba llegar. Yo me quedaba solo buscando conchas en la orilla. Me prometí que, cuando llegara el momento, jugaría con mi hijo.
En la universidad, luché contra mi deseo por los chicos. Mis parientes me presionaban para que me casara con una armenia y ayudara a repoblar el millón y medio de personas asesinadas por los turcos otomanos. Salí con una joven cuyo apellido terminaba en el revelador “-ian”, queriendo que mi padre se sintiera orgulloso. Le daría a mi madre la prole de nietos que tanto deseaba. Sin embargo, negar mi naturaleza solo alimentó mi vergüenza.
Eso cambió a los 25 años, cuando conocí a Peter, un trabajador de museo siete años mayor que yo. Compartí con él mi sueño de tener un hijo. Él no anhelaba lo mismo. Pero me quería y lo aceptó a su debido tiempo. En nuestro sexto aniversario, asistimos a una reunión de “aspirantes a padres” en el centro comunitario de gays y lesbianas.
Cuando Peter le contó a su madre que queríamos adoptar un bebé, ella se mostró despectiva.
“Soy demasiado mayor para ser abuela”, dijo, aunque ya tenía tres nietos.
A medida que avanzábamos en nuestros planes, hacíamos frente a las miradas indiscretas. Rellenamos una solicitud en una agencia de adopción donde aceptan a personas cuir, en el centro de la ciudad, y respondimos a preguntas comprensiblemente invasivas sobre nuestros antecedentes. Indicamos que estábamos abiertos a un bebé sano de cualquier raza.
El resultado de una adopción en el país depende de la opinión que los demás tengan de ti. La opinión de un asistente social sobre tu estrecho departamento. Que una joven embarazada te considere digno de cuidar al bebé que lleva en su vientre. El juicio que haga un juez sobre ti y tu marido, de pie ante él con tu hija, mientras decide si ustedes van a ser sus padres.
Entonces, todo está decidido.
Por fin, camino a casa en trío por el puente Triborough aquella fresca noche de otoño, sentí ganas de regalarle a nuestro bebé la luna, el río, todo el horizonte de Manhattan.
Sentí como si de la noche a la mañana se me hubiera concedido mi deseo, pero necesitaba tiempo para adaptarme a mi nuevo papel. Aquellas primeras mañanas me sobresalté al ver a nuestra recién nacida en la cuna, lista para que le cambiaran el pañal y la alimentaran. Mi madre llegó de California para mimar a su única nieta, colmándola de trajecitos tejidos a mano. Mi padre parecía no tener palabras y repetía “hola” mientras la tomaba en brazos por primera vez.
Al pasar por delante de la piscina municipal, con la idea de bañarnos en ella con nuestra hija algún día, los tres formábamos un perfil llamativo: dos hombres blancos y su hija negra deambulando por Harlem. Cuando salía a pasear con ella en los días libres sin Peter, me sentía diferente. Los transeúntes nos miraban a mi hija y a mí de reojo. Para soportar las miradas, me permitía imaginar que tenía una esposa afroamericana que casualmente estaba en la oficina, intentando desdibujar la composición de mi familia para mi propia tranquilidad. Esperaba que nadie se atreviera a preguntar. ¿Estaba volviendo al clóset?
El centro comunitario nos ayudó a mantenernos en contacto con otros hogares de personas homosexuales.
“Hay que ir al parque acuático con William y sus madres”, dijo nuestra hija una tarde. Nos fuimos con nuestros inflables y nuestro picnic. De vuelta a casa, hojeamos un libro de fotos de su adopción, narrando su historia para que se apropiara de ella. Cuando más tarde la vimos en el suelo pasando páginas y pronunciando palabras, me sentí muy orgulloso.
También brilló en las clases de natación en las que a mí me había ido tan mal a su edad. Aferrado a la pared, le rehuía al instructor, mientras que mi hija, ahora, movía sus extremidades con confianza. Me maravillaba, preguntándome qué se sentiría tener tanta coordinación. El primer día de preescolar, asombró al personal con su incipiente capacidad atlética.
“Miren, miren”, dijo, y le lanzó un balón de fútbol de juguete en una espiral perfecta al vigilante de la sala de juegos.
Pero reinaba la confusión entre sus compañeros.
“Tiene cinco papás”, me dijo un niño en el patio del colegio, señalándola.
“Tiene dos papás”, respondí yo.
Al dejarla, otro niño preguntó: “¿Dónde está su madre?”.
Nuestra trabajadora social nos había enseñado que en momentos así podíamos optar por educar, ignorar o ser breves. “No todo el mundo tiene madre”, dije. “Algunos alumnos son criados por tías, o tíos”.
“Pero, ¿dónde está su madre?”, volvió a preguntar.
“Yo soy su madre”, respondí, nervioso.
Sin embargo, me sentí desconcertado cuando se aproximaba el Día de las Madres y le pregunté a la profesora cómo se presentaría la ocasión en el aula.
“Harán ramos de flores”, respondió. “Pensamos que, para la celebración de este domingo, tú podrías recibir sus flores de papel y a Peter le podría tocar la obra de arte del Día del Padre”.
En el colegio no nos habían preguntado cómo preferiríamos afrontar las fiestas en función del género; el personal simplemente me había considerado la figura materna. Pero cuando me di cuenta de que quizá me habían oído referirme a mí mismo de ese modo, me tranquilicé.
Aquel día de verano, mientras esperábamos a que volviera el encargado de la piscina municipal, contuve un montón de provocaciones y desprecios.
El supervisor no tardó en aparecer.
“Dice que esto es un traje de baño”, le dijo la vigilante.
El supervisor miró a mi hija de arriba abajo y luego me miró a mí. Temí que preguntara: “¿Qué derecho tiene este blanco con esta joven negra? ¿Dónde está su madre? ¿Por qué este atuendo?”
“Es de una sola pieza”, le dije, explicándole el traje de neopreno. “Protege de las quemaduras solares”.
Aspiré el penetrante aroma del cloro. Los nadadores vociferaban felices al otro lado del muro. Esperaba que mi hija también estuviera a punto de disfrutar. Pero me sentía agotado de reafirmarme una y otra vez como padre legítimo.
Por fin habló el supervisor: “No digo que esto sea un traje de baño. Y no digo que no lo sea”. Luego nos hizo señas para que siguiéramos al brillante estanque azul. Entramos.
Mientras mi niña y yo pasábamos por el vestuario, me dijo: “Gracias por mi traje de baño tan bonito, papá”.
Dejé a un lado mi enfado con los que no nos habían entendido a la primera. Se esforzaban por entender lo que parecía un curioso vínculo. Y yo también me esforzaba, intentando comprenderme a mí mismo, a mi hija, a mi familia. Pensaba que nos pasaríamos toda la vida buscando respuestas.
Entré en la piscina fría y mi niña esperó en la cubierta a que ocupara mi lugar. Cuando me detuve a unos metros del borde, frunció el ceño.
“No tan cerca, papá”, me dijo.
Quería ser atrevida y valiente, y quizá demostrarme que yo también lo había sido.
Retrocedí dos pasos. Cuando ella dobló las rodillas, yo extendí los brazos y ella saltó hacia ellos, riendo.