Día de Muertos: Trágica Fábula
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En este día de incienso, cempasuchil, papel picado y copal, el columnista Javier Treviño hace un recorrido con calaveritas y su amigo Jesús Valdés, adentrandose en el mundo de los muertos
Saltillo.- Un breve paseo por el Mercado Juárez de esta ciudad abre las compuertas del otoño funerario. En “Artesanías Palomo” entro a un mundo en plena resistencia: el barro, la lámina, la madera y la piedra volcánica siguen viviendo su natural existencia, ajenas a la parafernalia de la tecnología digital.
Antes de remontar los tres peldaños que me conducen a esa cápsula del tiempo me detengo ante las mesas que exhiben calaveritas de azúcar, de barro y de resina. De varios tamaños y decorados, todas me miran desde su materia virtualmente inanimada.
¿Compro ésta o aquélla? ¿Compro la que veré poco más tarde en la parte alta de la tienda? No, no debo gastar un dinero que necesito para ciertos oficios urgentes. Me conformaré con ver. Los dos muchachos que atienden a los clientes adoptan una actitud de desconfianza. “¿Busca algo en especial?”, preguntan uno y otro. “No, no. Sólo quisiera ver. ¿Puedo?” “Ah, sí, claro…”, dice el segundo haciendo derrapar la mirada.
En uno de los estantes superiores, entre pilas de jarros y tazas de arcilla, cazuelas descomunales y toda suerte de objetos y utensilios domésticos y decorativos, me encuentro con varias calaveras de mediano tamaño, tocadas con barrocas coronas de oropel más amarillo que el oro. “La Danza de la Muerte”, recuerdo.
Tomo una de las calaveras entre mis manos y luego las otras. Todas son de un color siena deliberadamente desvaído con ciertos retoques texturales y todas poseen un maxilar inferior móvil. Si fuese ventrílocuo las haría hablar. Si representara a un Hamlet callejero conversaría con una de ellas o con todas. Pero ¿acerca de qué se habla con la Muerte?
Afuera sigue la barahúnda que causan los trabajos que se realizan sobre la calle Allende. Los operarios se mueven de un lado para otro, exasperados o festivos, según el temperamento de cada uno. Los grandes y pesados insectos de metal –las retroexcavadoras, las “manos de chango”- descansan o se desplazan rugientes sobre la tierra desnuda, despojada por unos días del agobiante asfalto, su implacable corsé.
El Ángel de Manuel Acuña vigila las operaciones agitando sus alas de ave celeste. El exangüe cuerpo de mujer, derrumbado a los pies del Ángel, abandona un instante su muerte de mármol y se incorpora para contemplar indolentemente lo que sucede en torno suyo. Zanjas, montones de tierra exhumada, escarabajos amarillos y gruñones, reiterativos taladros, rampas improvisadas, transeúntes que ya conmemoran a sus muertos, obreros que por momentos bailan al son de la Sonora Dinamita entre una y otra tarea y entre risas, esfuerzos y chascarrillos: México vive y muere cada día. México: uno de los países más felices del mundo.
En el mercado converso con Yorick, con muchos Yorick, con la calavera de innumerables catrinas. Les pregunto por el paradero de mi amigo Jesús Valdés, recién entregado a la transparencia por su familia y sus amigos. Las calaveritas hablan al mismo tiempo y no logro entender lo que dicen. “El sueño de la Muerte”, creo escuchar, y recuerdo a Quevedo, pero no sé si ellas se refieren al poeta áureo o a mi amigo Jesús, el actor, el director de teatro, les digo, mi amigo, nuestro amigo.
Mientras ellas ríen a carcajadas estridentes pero diminutas recuerdo el semblante de Jesús dentro de su féretro. No había vuelto a ver esa serenidad en su rostro desde hacía cierto tiempo. Sonreía plácidamente, como si durmiese y buenos sueños ocuparan su noche. Murmuré “amigo querido” y quise decirle: “levántate, Jesús, vamos a tomar una copa, pero sólo una, ¿eh?, y a platicar mucho; vamos a ver esa película de la que me hablaste la semana pasada; vamos a caminar por el centro…”
Él sonríe, abre los ojos y me mira detrás del cristal con una placidez tan ajena ya de todo esto que caigo en un abandono de infancia, egoísta. “No me dejes, amigo, no me dejes solo aquí, sin ti; no podré continuar, te necesito”, le pido. Creo que en cualquier momento se animará, abrirá la tapa del ataúd y me dirá en tono ladino: “Eh, ¿qué dijiste? ¿Éste ya se murió? N´hombre… Hay que hacer muchas cosas todavía, Javier, pero muchas, manito. Ándale, ayúdame a salir de aquí… ¿A dónde vamos? ¿Ya viste “El Atentado?”.
En torno mío su familia, sus hermanos, sus sobrinos, sus amigos son estatuas apenas perceptibles en la nebulosa de un tiempo que no transcurre. Magaly Sánchez, Gustavo García, Lety Villalobos, Miguel Andrés, el otro Jesús Valdez, José Domingo Ortiz, Luis Alfonso, Amado Ramírez, Juan Antonio Villarreal, Lucía Sánchez, Jorge Oyervides, Martha Matamoros, José Luis Zamora, el privilegiado Efrén Estrada… Ellos y muchos más conforman un panteón de bustos y esculturas de granito que vierten su congoja de arena sobre un aserrín profiláctico y su semblante aparece de pronto erosionado por un ventarrón de dramáticas máscaras.
“No, manito, y luego ahí andas como gallo en tendedero, ja. No, no, ni madres”, me dice Jesús, ya fuera del féretro, sacudiéndose las hormigas de la chaqueta y desanudando su corbata. Me río con él, pero no sé a qué vienen sus palabras. Es posible que se refiera a algunos temas para cuyo tratamiento manteníamos un código cifrado. Ésta fue siempre una característica de Jesús: tuvo la capacidad de sostener una buena amistad con personas de carácter bastante disímbolo. Podía ser mi amigo, pero también serlo de alguien que es mi antípoda.
“¿Gallo en tendedero? ¿Por qué me dice Jesús estas cosas en este momento? ¿No se supone que es una ceremonia solemne, verdaderamente solemne?”, pienso. Y lo que pienso lo confirman los rostros petrificados de los circunstantes. “Esto no está pasando”, me digo, “no camino con Jesús, no está a mi lado, de pie, hablando de tantas cosas, él está muerto”.
Y estas últimas palabras se me vienen encima como un desarreglo geológico. Toco el vidrio frío del ataúd. Mi amigo está ahí dentro, sonriente, amigable, sereno. Estoy parado sobre un piso real viviendo un momento imposible. Entonces recuerdo otros momentos semejantes, otros ámbitos funerarios, otros seres amados, otras ceremonias, otras flores, otras estatuas, la mía incluida.
Veo a mi madre encapsulada en otra caja similar. Su amadísimo rostro, sus mejillas, sus párpados cerrados para siempre. Y al verla, suceden simultáneamente todos los tiempos de la pequeña vida, los reproches, las afrentas, los berrinches de una infancia indeleble, la paciencia, la soberbia de unos años como fuegos de artificio, la faena diaria, la resignada fatalidad.
Veo a mi padre, nevado entre las sábanas de un hospital público. “Joven, joven, despierte, su papá acaba de morir”. Una sorpresa que en verdad no lo era. Los trámites, el papeleo burocrático. Y un féretro, otro féretro. El derrumbe final de un agotamiento que duró años y que vino a parar en esta caja. “Ustedes me sangran”. La inconcebible idea de que aquellos que generaron tu vida ya no están aquí, se han ido.
Eso es la Muerte: la certeza de que esos seres que has amado tanto ya no están más en este lugar. Ya nunca estarán. No habrá alguien ante quien rebelarse porque impone ciertas reglas. No habrá más una madre a la que llamaste de cierto modo porque a nadie más, a nadie más podrías llamar así. No existe a quién pedir ese perdón inútil. Vivirás lo que quede de vida con esas palabras en la punta del alma y acaso sean pronunciadas en la soledad de tu cuarto, por las noches, pero sabes que nada vuelve atrás, que ellos ya no están para escuchar el ruido epiléptico de tus lágrimas.
Lugares comunes, frases hechas. No hay otra forma de hablar de estas cosas. No soy un gran poeta ni pretendo serlo. Pergeño versos, construyo poemas, sólo eso. Y pregunto demasiado. Un día no lo haré más. Un día seré parte de esa legión de ausentes. Entonces, la vanidad del intelecto, la soberbia del poeta quedarán reducidas a su verdadera y original dimensión. Ni becas ni premios ni homenajes ni trofeos servirán para alimentar el jazmín desecado del ego. La Gran Verdad será revelada pero ya no tendrá caso ni sentido presumirla ante nadie.
La Muerte nos arranca de raíz a los seres que amamos y quedamos como tierra baldía, tierra yerma y seca sobre la que ya nada podría crecer salvo el yerbajo de la propia muerte, tan inconcebible como todas las muertes, tan inimaginable como la Muerte misma. Duele haber nacido; duele marcharse. Pero, después de todo, ¿cuándo supimos nada de nada? Todo fue una fábula, una trágica fábula, en el más hondo y absoluto sentido de la frase.
De todo esto conversé con las calaveritas de azúcar y barro en “Artesanías Palomo” del Mercado Juárez. Entre carcajadas y dengues, sacudiendo sus mandíbulas y disparando balitas de azúcar coloreado, me gritaban: “¡Eres un cursi! ¡Siempre fuiste un cursi! ¿Por qué no declamas un fragmento de “El inconveniente de haber nacido”, eh? ¿Por qué no te avientas el “Nocturno de la estatua” a lo Berta Singerman? Pero ten cuidado, Cándido de melcocha, no vaya siendo que tu llanto nos disuelva, ¡ay!, y nos desaparezca.”
Y sus carcajadas me siguen hasta la calle, que encuentro desierta y destripada. ¿Esto es Saltillo? Desdoblo varias esquinas preguntando a los insectos si ésta es la ciudad que dejé tras de mí luego de entrar al Mercado. Nadie contesta. Debo de estar muerto, supongo. Pero si es así, ¿quién es el que está escribiendo estas cosas? Jesús y mi inolvidable Héctor responden desde no sé qué lugar con voz de cebada agave: “Estás a punto de llegar al hipogeo secreto”. Entonces creo entender.