Dejar el home office y volver al trabajo presencial: una mirada desde el autismo, la ansiedad y sobre... zapatos
Pero no, es una máscara, decorado engañoso, / esa cara que alumbra un mohín exquisito, / y aquí tienes, contempla, atrozmente crispada / su genuina cabeza y su rostro sincero / escondido a la sombra de la cara que miente. -La máscara, Charles Baudelaire
Odio usar zapatos
Odio usar zapatos. No me gusta que nada encarcele mis pies, me hace sentir un poco atrapada. Paso el resto de mi día muy consciente del hecho de que estoy usando algo en mis pies, de la presión que está ejerciendo, del peso que tienen, de que no puedo mover mis dedos libremente, de que las agujetas están apretadas, de que la calceta no está lo suficientemente larga y puedo sentir la textura del zapato y me molesta.
Nunca se calla. No importa lo que esté pasando, ni el lugar donde esté, ni si estoy feliz o triste o preocupada, siempre, en la parte de atrás de mi cabeza, hay una vocecita que sigue diciendo: “no quiero traer zapatos, no soporto usar zapatos, estoy incómoda, los zapatos me van a volver loca”. No se detiene, vive conmigo. Y, aunque he convivido con ella toda la vida, sigue siendo muy cansada, porque ocupa gran parte de mi cerebro, aunque en ese momento yo lo necesite para otra cosa.
Tengo que sentarme, revisar qué se hizo, qué no, qué del trabajo está listo, qué está pendiente, necesito preguntar cómo se hace algo, me molestan los zapatos, contesta, saluda, sonríe, la gente normal sonríe, di salud, no se te olvide despedirte, me molestan los zapatos, háblale, pregunta, tengo hambre, hay mucho ruido, la luz es demasiado fuerte, algo huele raro, me molestan los zapatos, no me toques, por favor, no me toques, sonríe y finge que no te molesta, me molestan los zapatos...
Estoy cansada.
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Y esa vocecita que no se calla sobre los zapatos, se repite muchas veces más. La luz, los olores y el ruido son pensamientos constantes. Están en mi cabeza gritando a todo volumen, mientras intento con todas mis fuerzas juntar suficiente concentración para entender lo que me están diciendo. Lo tengo que anotar, si no, no me acuerdo. Incluso ahora, mientras escribo esto: mis zapatos están muy apretados, puedo sentir la curvatura del pie, hay mucha luz, sin luz, no veo, tengo muchos pendientes; no, calma, revisa tu agenda, checa dos veces que no se te olvide nada, no soporto los zapatos.
¿Por qué estoy hablando de zapatos?
Porque dejar de hacer home office, regresar a modalidad presencial, significa usar zapatos diario y odio usar zapatos. Hay muchas cosas que odio. Mi papá me dijo a los 16 que yo estaba enojada con la vida (estaba escribiendo una lista de todas las cosas que odiaba entonces; iba por la 100) y tenía razón. Ahora estoy menos enojada, pero la existencia no se ha hecho más sencilla. Las cosas que me molestan no desaparecieron de la noche a la mañana, aunque sí llegaron las explicaciones y entender, aunque no alivia, sí reconforta.
La luz me irrita los ojos, me hace doler la cabeza. Cuando hay mucha gente hablando al mismo tiempo, escucho todas las conversaciones, mi cerebro es incapaz de escoger una y ponerle atención a esa, las vive todas, sin entender por completo ninguna. Huelo todo. Los olores me marean y abruman y me causan náuseas cuando bien me va. Cuando me va mal, termino devolviendo el estómago. La sensación del sol en mi piel es abrumadora, me quema y arde y siento que me pica por dentro, pero no puedo meter mi mano por debajo de mi brazo y rascar, aunque ayudaría mucho. El contacto físico me pone de malas.
Me resulta abrumador sentir lo que sea. Todo. Así que odio mucho, pero no es que odie mucho, es que el mundo no está exactamente diseñado para mi existencia.
Volver a presencial (yo ya iba algunos días a la semana) significa enfrentarme a todo eso que mi cerebro no procesa bien, que le toma un minuto más de lo “normal” para entender, si es que llega a hacerlo. Mis sentidos reciben, pero mi cerebro no procesa o procesa demasiado, no estoy segura. Se siente demasiado. Hay muchos sonidos, mucha luz, muchos olores, muchas texturas y los vivo todos al mismo tiempo, cada segundo. A la voz que grita que odio los zapatos, se le une un coro de voces, todas repitiendo queja tras queja de lo que mi cerebro no está procesando correctamente.
Volver significa enfrentar esas voces, tenerlas gritando constantemente, mientras intento ser funcional. Lo que a otras personas les toma, no sé, cinco por ciento de energía, a mí me toma, a veces, hasta el doble o triple. Porque no solo tengo que lidiar con eso, también tengo que lidiar con todas las voces que se siguen quejando sin parar. Todo requiere atención y no hay una forma en la que yo pueda, solamente, no escucharlas. Así que termino, quizá, un poco más agotada que los demás, porque procesar mi entorno requiere un poco más de trabajo.
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Mi tremendo amor (y necesidad) por la rutina
Por otra parte, mi odio por el mundo no se compara en nada con mi amor por la rutina. La rutina me hace sentir en calma, tranquila. La repetición es el elemento favorito de mi día a día. Me levanto, me baño, me maquillo, desayuno, voy a trabajar, entro a una junta, tacho mis pendientes de un checklist, regreso a mi casa, tejo, me voy a dormir. El día siguiente es exactamente igual.
Me encantan las rutinas, me da paz y cierta seguridad. Me siento más capaz de enfrentar al mundo cuando hay una rutina claramente establecida. Volver también significó que esa rutina se rompió y, sinceramente, ya no me siento segura.
Cuando volvemos a presencial, no solamente estoy volviendo yo, están volviendo los otros.
Otros que también están pasando por un proceso de ajuste, también están viviendo cosas nuevas y rompiendo sus rutinas. Rutinas que, tal vez, les causan tanta seguridad como a mí la mía.
Los otros significan un bache en mi rutina. Mi cabeza tiene escrito un libreto y ese libreto debe seguirse al pie de la letra. Tengo planeada cada conversación que voy a tener, con quién la voy a tener y qué voy a decir. Práctico en mi mente todo antes de decirlo en voz alta, me pregunto varias veces si es apropiado hablar, si debería o no decir algo. Todo en mi mente está bajo control, pero los otros no saben eso.
Quizá cada quien cuenta con su propio libreto y, muchas veces, su libreto y el mío no concuerdan. Así que si el control se esfuma, con él también se va la rutina.
Mi rutina diaria no incluye ver a gente nueva. No incluye saludar varias veces. No incluye juntas nuevas. Ni procesos nuevos. No incluye despedirme de gente que no conozco. No incluye presentarme. No incluye ser y estar fuera de lo que considero cómodo.
Tengo límites marcados, pero los otros, los que no me conocen, no saben eso. No saben que no comparto takis fuego o que no me gusta que me saluden de beso o abrazo, así que lo tengo que explicar.
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Los otros son un obstáculo y me hacen sentir rara
La cosa es que no todos me dan confianza, no todos me hacen sentir que pueden entender mis límites sin enojarse, así que los dejo. Dejo que me toquen, aunque yo no quiera. Les saco plática a pesar de que preferiría estar en silencio. Hago mi mayor esfuerzo por hablar de temas casuales para hacer algo menos incómodo, aunque preferiría mil veces no hacerlo. Intento, intento, intento. Rompo mis límites para que los otros no se sientan incómodos, sobre todo los rompo para sentirme menos rara. Los otros me hacen sentir rara.
No es culpa de los otros (o tal vez sí, no sé). Pero desde chica he sido el bicho raro. Ahora he aprendido a abrazar mi rareza, pero cuesta mucho.
Volver a presencial es tener que enfrentarme a este nuevo grupo de otros a los cuales tengo que imponer mis límites y esperar que sean capaces de respetarlos sin minimizarlos, ni hacerme sentir como lo que soy, una persona rara, pero de forma derogatoria. Porque soy una persona rara, pero lo soy con signos de exclamación: ¡SOY RARA Y ESTÁ BIEN!
Sin embargo, los otros muchas veces no lo ven así y nunca sé con precisión cuando voy a estar ante alguien que lo piense como insulto.
Aunque me encantaría decir que ya no me afecta, sería mentir. Me afecta. Me importa. Cuando creces siendo la niña rara, no importa cuánto aprendas a amarte a ti misma y a aceptarte, siempre va a haber una pequeña parte de ti que quisiera que ser percibida como rara no fuera sinónimo de algo negativo.
Los otros significan para mí un obstáculo para ser yo misma, así que finjo. Finjo mucho. Sonríe, saluda, no mires directamente tanto tiempo, te está hablando, voltea a verlo, di gracias, di por favor, no hagas eso, no rehuyas la mirada, no juegues con eso, no cantes fuerte, deja de mover las manos, quédate quieta, no hagas ese comentario, debiste haber dicho algo.
Estoy cansada.
Interactuar con los otros significa dos cosas que me agotan: la interrupción de mis rutinas y el simple hecho de socializar.
Socializar es agotador. Yo soy agotadora. Mi cerebro sigue corriendo, gritando que no soporto los zapatos, que la luz está muy fuerte, que huele a algo que no me gusta, que necesito armarme de valor y saludar, que necesito pedir permiso, que tengo que resolver una duda.
No se me da. Solo llegar y ser, no se me da. Tengo que pensarlo, prepararme, darle vueltas muchas veces, armarme de valor y luego ir a tener una conversación.
Socializar se me complica, siempre se me ha complicado, No logro entender los procesos que hay detrás de eso, así que copio mucho.
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El fatídico primer día
El primer día que volvimos, mi cerebro se dedicó a observar (y colapsar) cómo interactuaban entre ellos.
Analizó patrones, formas de hablar, de qué se hablaba y cómo.
Al día siguiente solo tuve que copiar.
Soy muy buena reconociendo patrones de conducta porque paso todo mi día copiando constantemente a los otros; cuando no tienes idea de cómo ser, es la única alternativa que te queda.
Luego están las rutinas.
Si bien socializar es complicado de resolver, con las rutinas se dificulta todavía más. ¿Cuánto tiempo me tardo en acostumbrarme a una rutina nueva? No lo sé, pero un tiempo considerable. La interrupción de la rutina supone un proceso más difícil para mi cerebro.
Trabajo dentro de parámetros muy específicos que me ayudan a funcionar, parámetros que me vuelven funcionable, en realidad.
Cuando la rutina se rompe, eso se termina, dejo de ser funcional. La falta de rutina me hace entrar en corto circuito. No proceso nada. No funciona nada.
La solución es clarísima, vamos a generar una nueva rutina, pero si todos los días algo está cambiando, generarla se convierte un poco más complicado, así que estoy en un estado de alerta constante, incapaz de relajarme un momento, porque en mi cerebro hay una alarma sonando a todo lo que da, gritando que nada está funcionando, que todo es incierto y que no lo podemos manejar.
Otro elemento que rompe la rutina es lo que, simplemente, está fuera de mis manos. El primer día que regresamos a lo presencial, uno de mis monitores no servía, por lo tanto, no podía trabajar.
No había una manera en la que yo, Nairobi, pudiera arreglarlo, tenía que esperar a personas capacitadas para solucionar el problema. Sé que no lo puedo solucionar, aun así me siento culpable, de alguna forma es mi culpa que esto no funcione, yo lo dañe, yo lo rompí. No es cierto, en realidad la falla no tuvo nada que ver conmigo, pero mi mente sigue corriendo, buscando maneras para culparme. No poder solucionar un problema de forma inmediata me saca de quicio, me gusta solucionar todo en el momento que sucede. No soporto tener que depender de los otros.
Me gustan las cosas hechas rápido, con eficacia, a mi manera. Y los problemas técnicos me obligan a verme al espejo, a gritarme que no puedo con todo, que existen cosas que están fuera de mi alcance y debo apoyarme en los otros. Así que nace una nueva voz en mi cabeza, algo más que ahoga y grita y corre y salta. Algo más que me hunde.
El estrés que me induce estar fuera de control, fuera de mi rutina, el tener que socializar y tener quince voces diferentes en mi cabeza gritando todas las sensaciones que mi cerebro no procesa, significa una sola cosa: estoy sobrecargada, es decir, está sucediendo demasiado y ya no lo puedo manejar.
Volver significa un estado constante de sobrecarga, hay demasiado pasando, estoy aprendiendo patrones nuevos y procesos nuevos e intentando descifrar si es apropiado o no que pida un plumón para rayar con él porque me gustó el color, me estoy acostumbrando a sonidos nuevos y olores nuevos y sensaciones nuevas.
Estoy viviendo todo demasiado y ya no puedo.
Estoy saturada.
Puedo describir volver a presencial como demasiado. Demasiado todo. Demasiadas emociones, demasiadas sensaciones, demasiados cambios, demasiados otros.
No soy buena con los demasiados, aunque habito exclusivamente en ellos, así que sobrevivo.
Sobrevivir hasta que la rutina llegue y me traiga calma, sobrevivir hasta que los otros acepten mi rareza, sobrevivir hasta tener el valor de pedir que me llamen por mi nombre, sobrevivir hasta que ser yo no se sienta como una zona de peligro, sobrevivir hasta que pueda quitarme los zapatos y respirar.
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