La pandemia de COVID-19 agravó la crisis sanitaria entre las mujeres embarazadas estadounidenses
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Tammy Cunningham no rememora el nacimiento de su hijo; todavía no cumplía los siete meses de embarazo cuando en mayo de 2021 se enfermó gravemente de COVID-19
Kokomo, Indiana - Cuando la trasladaron en helicóptero a un hospital de Indianápolis, tenía tos y respiraba con dificultad.
Al bebé le faltaban 11 semanas para llegar a término, pero los pulmones de Cunningham estaban fallando. El equipo médico, preocupado de que ni ella ni el feto sobrevivieran si seguía embarazada, le pidió a su prometido que autorizara una cesárea de emergencia.
“Pregunté: “¿Van a sobrevivir los dos?”, recordó Matt Cunningham. “Y me dijeron que no podían asegurarlo”.
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Nuevos datos del gobierno sugieren que escenas como esta se reprodujeron con impactante frecuencia en 2021, el segundo año de la pandemia.
El Centro Nacional de Estadísticas de Salud informó el jueves que 1,205 mujeres embarazadas murieron en 2021, lo que representa un aumento del 40 por ciento en las muertes maternas en comparación con el año 2020, en el que hubo 861 fallecimientos, y un aumento del 60 por ciento en comparación con 2019, cuando hubo 754.
El recuento incluye los fallecimientos de mujeres embarazadas o que lo habían estado en los últimos 42 días, por cualquier causa relacionada o agravada por el embarazo. Un informe aparte de la Oficina de Rendición de Cuentas del Gobierno mencionó el COVID-19 como factor contribuyente en al menos 400 muertes maternas en 2021, lo que explica gran parte del aumento.
Incluso antes de la pandemia, Estados Unidos tenía el índice de mortalidad materna más alto de todos los países industrializados. El coronavirus empeoró una situación ya calamitosa, pues elevó el índice a 32.9 por 100,000 nacimientos en 2021 desde 20.1 por 100,000 nacidos vivos en 2019.
Las disparidades raciales han sido especialmente pronunciadas. El índice de mortalidad materna entre las mujeres negras aumentó a 69.9 fallecimientos por cada 100,000 nacidos vivos en 2021, 2.6 veces el índice entre las mujeres blancas. Según un estudio publicado el jueves en Obstetrics & Gynecology, de 2020 a 2021, los índices de mortalidad se duplicaron entre las mujeres nativas americanas y nativas de Alaska que estaban embarazadas o habían dado a luz durante el año anterior.
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Los fallecimientos solo cuentan una parte de la historia. Por cada mujer que murió por una complicación relacionada con el embarazo, hubo muchas otras, como Tammy Cunningham, que sufrieron el tipo de enfermedad grave que provoca un parto prematuro y puede complicar la salud a largo plazo tanto de la madre como del hijo. Los salarios que no se cobran, las facturas médicas y el trauma psicológico se suman a la tensión.
El embarazo hace que las mujeres estén más vulnerables a enfermedades infecciosas como el COVID-19. El corazón, los pulmones y los riñones trabajan más durante el embarazo. El sistema inmunitario, aunque no está debilitado, se reajusta para adaptarse al feto.
La presión abdominal reduce el exceso de capacidad pulmonar; la sangre se coagula con más facilidad, una tendencia amplificada por el COVID-19, lo cual aumenta el riesgo de obstrucciones peligrosas. Al parecer, la infección también daña la placenta, la cual suministra oxígeno y nutrientes al feto, y puede aumentar el riesgo de una complicación peligrosa del embarazo denominada preeclampsia.
Las mujeres embarazadas con COVID-19 corren un riesgo siete veces mayor de morir que las embarazadas no infectadas, según un gran metaanálisis de seguimiento de personas no vacunadas. La infección también aumenta las probabilidades de que una mujer dé a luz de manera prematura y de que el bebé requiera cuidados intensivos neonatales.
Por fortuna, la variante ómicron actual parece ser menos virulenta que la variante delta, que apareció en el verano de 2021, además de que más personas han adquirido inmunidad al coronavirus. Las cifras preliminares sugieren que las muertes maternas se redujeron más o menos a los niveles anteriores a la pandemia en 2022.
No obstante, el embarazo sigue siendo un factor que hace que incluso las mujeres jóvenes sean especialmente vulnerables a enfermarse de gravedad. A Cunningham, quien ahora tiene 39 años y tenía un ligero sobrepeso cuando se embarazó, le acababan de diagnosticar diabetes gestacional cuando se enfermó.
“Es algo de lo que hablo con todas mis pacientes”, afirmó Torri Metz, especialista en medicina materno-fetal de la Universidad de Utah. “Si tienen algunos de estos padecimientos médicos subyacentes y están embarazadas, ambas son categorías de alto riesgo, deben tener especial cuidado al ponerse en riesgo de exposición a cualquier tipo de virus respiratorio, porque sabemos que las mujeres embarazadas se enferman más por esos virus”.
En el verano de 2021, los científicos tenían ciertas dudas sobre la seguridad de las vacunas de ARNm durante el embarazo; las mujeres embarazadas habían sido excluidas de los ensayos clínicos, como suele ocurrir. No fue, sino hasta agosto de 2021 cuando los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por su sigla en inglés) publicaron unas directrices inequívocas que apoyaban la vacunación de las mujeres embarazadas.
La mayoría de las mujeres embarazadas que murieron de COVID-19 no habían recibido la vacuna. En la actualidad, más del 70 por ciento de las embarazadas se han vacunado contra el COVID-19, pero solo alrededor del 20 por ciento han recibido vacunas de refuerzo bivalentes.
“Sabemos que la vacunación previene la enfermedad grave y la hospitalización, así como resultados materno infantiles adversos”, afirmó Dana Meaney-Delman, jefa del departamento de vigilancia, investigación y prevención de los resultados infantiles de los CDC. “Tenemos que seguir insistiendo en ese punto”.
El obstetra de Cunningham la había animado a vacunarse, pero ella tuvo dudas. Estaba “a punto de hacerlo” cuando, de repente, empezó a sangrar por la nariz de forma inusualmente intensa y a tener coágulos sanguíneos “del tamaño de pelotas de golf”.
Cunningham también presentaba dificultades para respirar, pero se lo atribuyó a las semanas de embarazo que tenía. (Muchos síntomas de COVID-19 pueden pasar inadvertidos porque se parecen a los que se producen por lo general durante esta etapa).
Una prueba de COVID-19 dio negativo y Cunningham se alegró de regresar a su trabajo. Ya había perdido su sueldo tras las licencias por la pandemia en la planta de refacciones automotrices en la que trabajaba. El 3 de mayo de 2021, poco después de registrar su entrada, se dirigió a un amigo de la planta y le dijo: “No puedo respirar”.
Cuando llegó al Hospital Metodista IU Health de Indianápolis, sufría insuficiencia respiratoria aguda. Los médicos le diagnosticaron neumonía y encontraron manchas oscuras irregulares en sus pulmones.
Sus niveles de oxígeno siguieron bajando incluso después de que le administraron oxígeno sin diluir y de que naciera el bebé.
“Era evidente que sus pulmones estaban muy dañados y no podían funcionar por sí solos”, declaró Omar Rahman, médico de cuidados intensivos que trató a Cunningham. Cunningham, a quien ya habían conectado a un respirador artificial, fue conectada a una máquina especializada en baipás cardiopulmonar.
Pero en los 10 días siguientes, Cunningham empezó a recuperarse. Cuando la desconectaron del sistema cardiopulmonar, descubrió que se había perdido un acontecimiento importante de su vida mientras estaba sedada: había tenido un hijo.
El bebé nació a las 29 semanas y dos días de embarazo, con un peso de un kilo.
Los nacimientos prematuros disminuyeron ligeramente durante el primer año de la pandemia, pero aumentaron de manera brusca en 2021, el año de la ola de la variante delta, cuando alcanzaron el índice más alto desde 2007.
Ese año, alrededor del 10.5 por ciento de todos los nacimientos fueron prematuros, por encima del 10.1 por ciento en 2020, y del 10,2 por ciento en 2019, el año anterior a la pandemia.
Aunque el bebé de los Cunningham, Calum, nunca dio positivo a COVID-19, lo hospitalizaron en la unidad de cuidados intensivos neonatales del Hospital Riley para Niños en Indianápolis. Estaba intubado y en ocasiones dejaba de respirar durante unos segundos.
A los médicos les preocupaba que no aumentara de peso con la rapidez suficiente: en su historial escribieron “retraso del crecimiento”. Les preocupaba la posible pérdida de visión y audición.
Pero tras 66 días en la UCIN, la familia Cunningham pudo llevarse a Calum a casa. Practicaron con un maniquí para aprender a usar la sonda y se prepararon para lo peor.
“Por todo lo que nos dijeron, iba a tener retrasos en el desarrollo y a estar muy rezagado”, afirmó Matt Cunningham.
Tras recibir el alta hospitalaria, Tammy Cunningham recibió órdenes estrictas de estar acompañada en todo momento por un cuidador y de guardar reposo. No volvió a trabajar hasta después de siete meses, cuando por fin obtuvo la aprobación de sus médicos.
Aunque ya regresó a trabajar en la planta, Cunningham tiene síntomas persistentes, como migrañas y problemas de memoria a corto plazo. Se le olvidan las citas con el médico y lo que fue a comprar; hace poco olvidó la tarjeta en un cajero automático.
No obstante, Calum ha sorprendido a todos. A los pocos meses de salir del hospital, ya alcanzaba puntualmente los hitos de su desarrollo. Empezó a caminar poco después de cumplir un año, y le gusta intervenir con “¿Qué pasa?” y “¡Uh-oh!”.
Regresó al hospital por infecciones víricas, pero según su padre, su vocabulario y comprensión son magníficos. “Si le preguntas si se quiere bañar, se va a quitar toda la ropa y va a ir contigo al baño”, comentó.
Louann Gross, propietaria de la guardería a la que asiste Calum, aseveró que tiene un gran apetito (con frecuencia pide repetir por tercera vez) y que sigue el ritmo de sus compañeros con creces, y añadió: “Le puse el apodo de nuestro ‘Superbebé’”. c.2023 The New York Times Company.
Por Roni Caryn Rabin The New Nork Times.