Tras la caída de Bashar al Asad, los sirios buscan a sus seres queridos en una cárcel

Internacional
/ 14 diciembre 2024

Los sirios buscan a sus seres queridos en uno de los centros de detención más tristemente célebres de Siria, ubicado al sureste de Damasco Tras la caída de Bashar al Asad

SIRIA- A su hermano lo sacaron de su coche en un control militar hace casi una década y a su cuñado la policía lo arrastró por la fuerza desde su casa. Dos de sus primos fueron detenidos cerca del aeropuerto de Damasco, la capital siria. La mujer dijo que no había vuelto a saber nada de ninguno de ellos.

Así que, tras la caída del presidente Bashar al Asad el domingo, Ghusun Juma, de 35 años, inició una búsqueda de respuestas que la llevó a una prisión subterránea en uno de los centros de detención más tristemente célebres de Siria, un monótono conjunto de edificios en el sureste de Damasco.

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Busco si hay algo que perteneciera a mi hermano, su documento de identidad o algo con su nombre”, dijo, guiándose por un bloque de celdas oscuro y húmedo con la linterna de un teléfono móvil. “Llevo buscando desde el primer día, pero no he encontrado nada en ninguna parte”.

La destitución de Al Asad, y el abandono de sus bases por parte de sus soldados mientras los rebeldes asaltaban Damasco, ha dejado al descubierto las cajas negras de uno de los regímenes más represivos del mundo árabe. Mientras algunos sirios han deambulado por su lujoso palacio, muchos más han peinado la vasta red de centros de detención cuya represión contribuyó a mantenerlo en el poder.

Un número incalculable de sirios desaparecieron en las fauces de ese aparato de seguridad a lo largo de las décadas. Cuando los rebeldes irrumpieron en las cárceles y liberaron a los presos en las últimas semanas, muchos sirios esperaban que sus familiares desaparecidos regresaran pronto a casa.

$!Los sirios buscan a sus seres queridos en uno de los centros de detención más tristemente célebres de Siria, ubicado al sureste de Damasco.

En Damasco, las familias han salido en busca de sus seres queridos. Durante toda la semana, han estado conduciendo por la ciudad, preguntando en hospitales y abriéndose paso entre celdas sucias de centros de detención ahora vacíos, con la esperanza de encontrar algún rastro de sus familiares, vivos o muertos.

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Una de esas tristemente célebres instalaciones, un complejo de seguridad conocido como Sucursal 235, o Sucursal Palestina, estaba dirigida por la inteligencia militar en el sudeste de Damasco. El complejo se asienta tras unos imponentes muros de hormigón a prueba de explosiones en un bulevar principal y contiene casi una decena de edificios, incluidas oficinas y barracones para soldados y oficiales, muchos de ellos solo unos pisos más arriba de la prisión.

En 2012, Human Rights Watch dijo que los reclusos eran golpeados, electrocutados y colgados boca abajo con regularidad. Tres años después, el grupo descubrió que las condiciones en el interior eran tan malas que los presos morían a menudo de infecciones gastrointestinales, enfermedades cutáneas, tortura e inanición.

$!En 2012, Human Rights Watch dijo que los reclusos eran golpeados, electrocutados y colgados boca abajo con regularidad.

Ahora, el complejo está vacío. Custodiados por rebeldes, sus edificios han sido vaciados por saqueadores o calcinados por los incendios.

Durante una visita realizada esta semana, los reporteros del New York Times encontraron habitaciones enteras repletas de municiones, granadas de mano, balas, explosivos y botes de gas lacrimógeno, que indicaban la existencia de una fuerza fuertemente armada.

En el sótano, debajo de un barracón de soldados, había una decena de celdas subterráneas que apenas eran lo bastante largas para que un hombre alto pudiera tumbarse. Tenían techos bajos de hormigón y no tenían otra fuente de luz que pequeños agujeros en las pesadas puertas metálicas.

En la pared de una celda había un grafiti con un ramo de flores y un paquete de cigarrillos Hamra, una marca siria. En otra celda había dibujos de grandes ojos femeninos y un corazón atravesado por una flecha.

La prisión principal, sin embargo, estaba en las dos plantas subterráneas de un edificio cercano de siete pisos poco imponente.

Allí, las grandes celdas albergaron a muchas decenas de prisioneros que compartían un retrete de pozo sin puerta y que probablemente dormían muy juntos en el suelo. Las cucarachas corrían por las paredes, y el olor de los cuerpos sudorosos aún flotaba en el aire.

Otras celdas eran más pequeñas, probablemente para aislamiento. En un ala separada, había ropa de mujer esparcida por el suelo junto a diminutas sandalias de plástico, lo que indicaba que había madres encarceladas con sus hijos.

¡Yo estuve aquí, en esta habitación!”, gritó una mujer con velo y vestido largo negro que miraba dentro de una celda a la luz de la linterna de su celular. “Aquí es donde me metieron durante cuatro meses y medio”.

Dijo que la habían encerrado en la pequeña habitación sin ventanas en 2020 con otras decenas de mujeres. No dijo de qué la habían acusado.

Dormíamos unas encima de otras”, dijo. “No nos daban de comer, nos pegaban”.

Confirmó que había niños, con madres procedentes de Líbano, Irak y Chechenia, a quienes el gobierno había acusado de terrorismo.

Aunque Al Assad había huido de Siria y sus fuerzas militares y de seguridad se habían disuelto a medida que los rebeldes avanzaban hacia Damasco, ella seguía teniendo miedo, y solo dio su nombre de pila, Hanaa.

“Volverán y nos matarán”, dijo.

Muchas de las oficinas del centro aún contenían voluminosos papeles, como informes de investigación, expedientes de casos, listas de personal y registros de prisioneros. Entre el desorden dejado por los saqueadores que llegaron tras la huida de los guardias y antes de que los rebeldes tomaran el control, había decenas de pasaportes sirios e iraquíes, documentos de identidad y fotos, probablemente de antiguos reclusos.

Los grupos de derechos humanos esperan que estos documentos se conserven, para que puedan servir de prueba en juicios por crímenes de guerra o para ayudar a las familias a determinar qué fue de sus seres queridos desaparecidos.

En una entrevista, Stephan Sakalian, jefe del Comité Internacional de la Cruz Roja en Siria, dijo que, desde el inicio del conflicto sirio en 2011, el comité había recibido más de 30.000 solicitudes de búsqueda de familiares.

Entre ellas había personas detenidas por el gobierno y por grupos armados, así como quienes habían desaparecido en el mar mientras intentaban emigrar a Europa, dijo. La mayoría de ellos no había sido encontrada.

Dijo que los documentos de prisiones, hospitales y otras instituciones capturadas por los rebeldes podrían proporcionar pistas fundamentales sobre el destino de muchos de los desaparecidos. Pero solo si se conservan.

Hasta ahora, nadie se ha hecho cargo de la custodia de estos importantes documentos”, dijo Sakalian. “Cada documento podría ser la clave para ayudar a una familia a encontrar a quien ha desaparecido”.

En el nivel más bajo de la prisión, Mohammed Kanaz, de 62 años, lloraba mientras caminaba de celda en celda, buscando cualquier rastro de su hijo, Mohammed, quien, según dijo, había sido detenido a los 18 años en 2012.

Lo crié y lo amé y brilló en mis ojos”, dijo. “¿Qué hizo?

El hermano de Kanaz también había sido detenido, en un control militar en 2014, y la familia fue informada dos años después de que había muerto en esta prisión.

Murió de un ataque al corazón”, dijo sarcásticamente, dando por sentado que la verdadera causa de la muerte habían sido los malos tratos. “Todos los sirios murieron de un ataque al corazón”.

Pero Kanaz nunca había recibido ninguna información sobre su hijo.

En un gran almacén donde los presos habían entregado sus pertenencias, encontró un gran registro con los nombres de los reclusos y sus fechas de ingreso.

Si está muerto, que Dios se apiade de él”, dijo, hojeando frenéticamente las páginas en busca del nombre de su hijo. “Si está vivo, ¿dónde está?”.

Ben Hubbard es el jefe del buró de Estambul, y cubre Turquía y la región vecina. c. 2024 The New York Times Company.

Ben Hubbard y Nicole Tung, The New York Times.

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