¿Se sostendrá la monarquía?
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“La reina Isabel II fue la roca sobre la cual se construyó la Gran Bretaña moderna”, expresó la recién estrenada primera ministra del Reino Unido, Liz Truss. Su vida y su obra marchan a la par de la historia del Reino Unido en el siglo XX y las primeras dos décadas del XXI. El Financial Times, el periódico británico más importante en el mundo, recordaba en su editorial institucional que si algo caracterizó a la reina fue su renuencia a actuar con la frivolidad de los políticos de nuestro tiempo, es decir, a cambio de un aplauso inmediato.
Nada más británico que esa cualidad tan isabelina de seriedad a prueba de modas y presiones populares. Disposición al cambio y la reforma sí, pero gradualmente y dentro de las instituciones. Encarnó a la perfección la disciplina de la discreción de la jefatura del Estado, pues en su calidad de representante de todos sus súbditos, jamás se permitió tomar partido ni manifestar sus preferencias políticas (que las tenía y muy firmes). Ni siquiera tenemos constancia de su postura frente al Brexit. Fareed Zakaria, del Washington Post, rememoraba al gran constitucionalista Walter Bagehot, quien decía que el sistema constitucional británico requería dos componentes, el dignificador y el “eficiente” o ejecutor. El primero, encarnado por la monarquía, para inspirar admiración e imprimir respetabilidad a las instituciones y jefatura del Estado. El segundo, representado por el primer ministro, para conducir el gobierno. Poca gente dignificó tanto la jefatura del Estado británico como Isabel II.
Puede resultar ilustrativo el testimonio de Lee Kuan Yew, padre de la independencia del Singapur moderno, a la sazón, una excolonia británica. En sus memorias From Third World to First. The Singapore Story: 1965-2000 escribió: “Nunca consideré conveniente usar el título de Sir, pero... ella [Isabel II] era asombrosamente buena para producir una sensación de comodidad en sus invitados sin esforzarse, una habilidad social perfeccionada por su entrenamiento y la experiencia. Era graciosa, amistosa y estaba genuinamente interesada en Singapur porque su tío, Lord Louis Mountbatten, le había contado de su tiempo aquí como comandante en jefe de las fuerzas aliadas”.
Nelson Mandela, en su autobiografía El largo camino hacia la libertad, escribió: “Los comunistas consideran que el sistema parlamentario occidental es antidemocrático y reaccionario. Yo, por el contrario, soy un admirador de ese sistema. La Carta Magna, la Petición de Derechos y la Declaración de Derechos son documentos venerados por los demócratas de todo el mundo. Tengo un gran respeto por las instituciones políticas inglesas, por el sistema judicial de ese país y por la reina”.
Me he pasado la vida leyendo autobiografías, memorias, diarios y correspondencia de políticos de los cinco continentes. Jamás me he topado con otra figura capaz de concitar el respeto universal por parte de sus colegas y contemporáneos que inspiró Isabel II, y en consecuencia su país. No es poca cosa como legado para la monarquía. Y, sin embargo, resultará muy difícil sostenerla sin cambios. Como señaló Philip Stephens, la reina Isabel II experimentaba mucha zozobra respecto a la vida pública. Si bien proyectó siempre estabilidad y continuidad, ella observaba con inquietud creciente la polarización atizada por los políticos de nuestro tiempo, el empeño de muchos por dividirnos. Isabel II ni siquiera murió con la certeza de que su reino se mantendría unificado. Las tensiones del Brexit podrían conducir a la separación de Irlanda del Norte y Escocia.
Muchos se preguntan si la monarquía dispone de la suficiente fuerza para sobrevivir a la muerte de Isabel II. Considero que sí. Una institución que ha perdurado mil años y resistió a los vientos antimonárquicos de la revolución francesa y el espíritu anticapitalista de la revolución bolchevique, no parece destinada a morir por embates de la demagogia populista. Desde luego, el respaldo social a la Corona dependerá fundamentalmente de la conducta pública y privada del rey Carlos III. Nada de escándalos de corrupción financiera y sexual al estilo de su desprestigiado tocayo español. Y sobre todo, una constante cercanía con causas sociales como la ambiental, que es un tema predilecto del nuevo rey.
En una época en la que los gobernantes y políticos se expresan con procacidad inaudita o se insultan continuamente haciendo gala de vulgaridad manifiesta, el decoro y cuidado de su investidura que caracterizó a la reina Isabel II pueden ser ejemplos provechosos. Ella nunca se permitió públicamente una expresión desfavorable sobre sus críticos y adversarios. Sabía el peso de las palabras de una jefa de Estado. Tampoco cedió a la frivolidad de exhibir su cuerpo y vida íntima en las redes sociales. Mantuvo la política en el reino de las razones y no de las emociones, para evitar su desbordamiento violento. Isabel II fue cuidadosa hasta con sus sonrisas, reservada siempre sobre su estado anímico. Su pecho sí era bodega, cual debe ser en una jefa de Estado. Las emociones eran para desplegarse en privado, nunca en público. Por eso el mundo la admiraba, y por eso admiramos a su país. Nos enseñaron a domesticar nuestras pasiones y cultivar la civilidad. Como escribió Oscar Wilde: “La cortesía primero, la moral y los sentimientos después”.