28 años, dos meses y 27 días: los límites de la libertad y la obediencia
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Este domingo se cumplieron 36 años de la caída del Muro de Berlín, una de las etapas oscuras de la humanidad
Han pasado más de tres décadas, pero lo recuerdo como si fuera ayer: aquella noche del 9 de noviembre de 1989, cuando el mundo, atónito, fue testigo de cómo el Muro de Berlín cedía ante los golpes de picos, martillos y la determinación de un pueblo que dejo de temer.
Fue un instante suspendido entre el asombro y el júbilo: familias que se reencontraban después de años de separación, abrazos que parecían no terminar nunca, lágrimas que lavaban la vergüenza de un muro que simbolizó el miedo, la muerte, la represión y la imposición ideológica.
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MUERTE
El cemento se resquebrajó, pero también lo hizo algo más profundo: la idea de que la humanidad pueda vivir fragmentada.
Durante 28 años, dos meses y 27 días, aquel muro -custodiado por 14 mil soldados y 302 torres de vigilancia- fue el límite físico entre la libertad y la obediencia, entre la alegría y la tristeza. En su intento por cruzarlo, más de 190 personas perdieron la vida, entre ellas Günter Litfin, un joven sastre que fue abatido cuando nadaba hacia la esperanza, y Peter Fechter, de 18 años, que agonizó desangrado mientras los soldados miraban sin intervenir.
Recordar estas historias no es nostalgia. Es un espejo. Porque, para nuestra desgracia colectiva, los muros no desaparecen: cambian de forma según las ideologías de moda. A veces se vuelven invisibles, se disfrazan de discursos, de doctrinas, de algoritmos o de prejuicios. Pero siguen ahí, levantándose en silencio entre las personas, los pueblos y las conciencias.
ADVERTENCIA
El 9 de noviembre es una fecha cargada de símbolos. Ese mismo día, pero en 1938, el mundo presenció la “Kristallnacht”, la “Noche de los cristales rotos”, cuando la furia antisemita del régimen nazi incendió sinagogas, destruyó hogares y asesinó a más de noventa personas solo por ser judías. Fue el preludio del Holocausto, el comienzo del odio sistemático, del fanatismo que convertiría la historia en ruina moral.
Medio siglo después, ese mismo día, otro muro caía. La coincidencia no es trivial: los extremos de la historia se tocan como si la memoria insistiera en recordarnos que la intolerancia, si no se enfrenta, siempre regresa disfrazada de nueva causa, de resentimientos o de vieja rabia.
Por eso, el deber de recordar no se agota en la conmemoración: exige comprender que cada muro, antes de ser piedra o alambrado, nace en el corazón humano. En esa voluntad de excluir, de señalar, de creerse más puro o más digno que el otro.
El Muro de Berlín fue un símbolo de la ignominia humana, pero también un monumento a la incapacidad de mirarnos con respeto, dignidad y compasión.
HOY...
Treinta y seis años después, México y el mundo parecen haber olvidado la lección.
Vivimos en un país donde la confrontación se ha vuelto costumbre. La polarización política, alentada desde el poder y replicada en las redes, ha convertido el debate en campo de batalla. Ya no se discute: se acusa. Ya no se escucha: se cancela. Ya no se razona: se odia.
El lenguaje representa el nuevo muro del siglo XXI. Cada palabra lanzada con desprecio, cada insulto en redes, cada noticia manipulada, cada mentira que se repite hasta parecer verdad, añade un ladrillo más a la muralla que nos separa.
Olvidamos que la libertad no consiste en gritar, sino en dialogar con respeto. Que la democracia no se defiende polarizando, sino escuchando al disidente. Que la patria no se protege con consignas, sino con justicia y empatía.
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Mientras haya hambre, violencia, corrupción, impunidad y desigualdad, México seguirá siendo un país dividido por abismos éticos y morales. Despedazado por discursos falsos e irracionales que, desde los más altos podios del poder, se repiten con la intención deliberada de sembrar la injuria, la división y el odio.
INVISIBLES
Hay muros que no se ven, pero se sienten. Muros que se levantan cuando nos negamos a mirar al pobre, al migrante, al diferente, al descartado. Son los muros del miedo, de la indiferencia, del egoísmo.
Muros que crecen cuando dejamos de conmovernos ante la injusticia, cuando creemos que lo que no nos afecta directamente no existe, cuando aceptamos la corrupción y el cinismo como forma de gobierno.
El filósofo Emmanuel Lévinas escribió: “el rostro del otro me obliga”. En cada mirada ajena hay una llamada ética, un reclamo silencioso que nos recuerda que el ser humano no es un objeto ni un enemigo, sino un semejante.
Pero hoy pareciera que extraviamos esa capacidad de mirar. Nos refugiamos detrás de pantallas, de prejuicios, de ideologías partidistas y de esos muros mentales que protegen nuestro confort, pero nos despojan de sensibilidad y compasión.
Los nuevos muros no se erigen con varilla ni cemento, sino con la indiferencia que paraliza. Y esa es la más peligrosa de todas: la muralla invisible que no aprisiona cuerpos, sino conciencias.
PREGUNTA
La historia del Muro de Berlín tiene un momento definitorio: durante una conferencia de prensa en 1989, el periodista Riccardo Ehrman preguntó al funcionario Günter Schabowski cuándo entrarían en vigor las nuevas normas de viaje para los alemanes del Este. Desconcertado, Schabowski respondió “Ab sofort” (inmediatamente).
Bastó una frase para que miles de berlineses corrieran hacia los puestos de control y comenzaran a derribar la pared. Una sola pregunta, una respuesta torpe, una grieta... y todo un sistema se vino abajo.
Tal vez hoy necesitamos ese mismo tipo de preguntas. No solo para desafiar gobiernos, sino para interpelar nuestras propias conciencias.
¿Cuántas veces construimos muros en nuestras relaciones, en nuestras empresas, en nuestras comunidades? ¿Cuántas veces cerramos la puerta al diálogo, al perdón, a la empatía? ¿De qué sirve la libertad política si la conciencia colectiva permanece cautiva del resentimiento y del pasado?
DESAFÍO
Los muros caen, tarde o temprano, porque ninguna estructura construida sobre la negación de la libertad y la dignidad humana puede sostenerse eternamente.
Pero también es cierto que cada generación levanta los suyos. Los nuevos muros se erigen en nombre de la seguridad, del progreso, o de la identidad. Y cada uno promete protección, pero termina aislando, empobreciendo, deshumanizando.
El desafío de nuestro tiempo no consiste solo en derribar muros visibles, sino en desmontar las murallas ideológicas y dogmáticas que nos impiden reconocernos como parte de una misma historia y, sobre todo, de una visión compartida.
Y esa tarea empieza en el modo en que tratamos al otro y en la decisión de ser fraternos.
ROSTRO
Cuando un soldado disparó a Günter Litfin, no mató a un enemigo, sino a sí mismo. Cuando guardias dejaron morir a Peter Fechter, renunciaron a su propia humanidad.
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Cada vez que negamos la dignidad del otro, destruimos algo sagrado en nosotros.
La tragedia de los muros no es solo que dividan territorios, sino que borran el rostro humano que habita detrás. Y cuando dejamos de ver ese rostro -el del migrante, el del “adversario”, el del pobre, el del que piensa distinto- dejamos también de ver el rostro de Dios.
Quizá esa sea la verdadera enseñanza del 9 de noviembre: que la libertad comienza cuando miramos con humildad al otro y reconocemos en él nuestra propia fragilidad. Solo entonces comprendemos que la historia no avanza con ideologías, sino con gestos de compasión; no con consignas, sino con actos de justicia.
QUIZÁ...
Riccardo Ehrman escribió después que nunca imaginó que su pregunta derrumbaría un muro. “Creí que había cambiado Berlín -dijo-, pero en realidad estaba cambiando el mundo”.
Esa frase resume una verdad esencial: toda transformación comienza con una pregunta, un gesto, una palabra.
Hoy el planeta parece más interconectado que nunca, pero también más fragmentado. Vivimos rodeados de información y escasos de comprensión. Habitamos en redes, pero no en comunidad.
Hoy levantamos muros digitales, ideológicos y emocionales, invisibles, pero más firmes que aquel de Berlín. Derribarlos es, tal vez, la tarea más urgente de nuestra generación: obrar el bien, no con discursos, sino con actos concretos. ´Porque no hay muro más alto que el de la indiferencia, ni libertad más plena que la de tender la mano.
Quizá el día en que logremos mirar, en el rostro del otro, el reflejo de nuestra propia humanidad, podremos decir -como aquellos berlineses, aquella noche de noviembre de 1989- que también nosotros hemos conquistado la libertad. Porque solo entonces, nuestros propios muros habrán caído de verdad.
cgutierrez_a@outlook.com