4T: Todo el poder, ¿para qué?

Opinión
/ 3 noviembre 2024

Estoy convencido de que la gran mayoría de quienes se postulan para un cargo de elección popular tienen buenas intenciones, ánimo de servir a otros y que buscan mejorar la situación de su área de influencia. La presidenta de colonia, el alcalde, la gobernadora, diputados o senadores y hasta la presidenta de un país, supongo, pueden empezar a pensar en ser líderes desde que son niños o adolescentes. Algunos habrán mostrado dotes de oratoria o una personalidad que los hace dignos de ser el presidente de su salón de clases, capitana de su equipo de futbol o actor principal en la obra de la escuela.

Es ahí, tal vez, donde nace el gusanito de convertirse en líderes y, eventualmente, pensar en que el servicio público es una forma de poner a buen uso sus cualidades, su capacidad de dirección y organización, poder de convencimiento y altura de miras para hacer bien las cosas. Tal vez esto suene muy romántico y hasta inocente, pero sigo pensando que la gente es fundamentalmente bien intencionada, al menos al inicio.

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Las formas de la política, a todos niveles, sin duda han cambiado a través de los años. Pensemos en cómo sería la política en la época de Lincoln o Juárez, hace más de 150 años, cuando las noticias viajaban a caballo y de boca en boca; cuando no había la información sobre los políticos que hay ahora, cuando los riesgos geopolíticos se limitaban esencialmente a pleitos de colindancias; cuando la ideología estaba prácticamente enfocada y limitada a ganar o evitar guerras civiles y revoluciones. El servicio público, se supone, estaba reservado no solamente para quienes tenían dotes de liderazgo y una inquietud de servicio, sino para aquellos que como un enfermero o un religioso estaban convencidos de un llamado trascendental por servir a otros.

Tradicionalmente, ser servidor público, aún en los escalafones más altos de un gobierno, nunca implicó una vida de lujos y una profesión de altos ingresos. Para ser funcionario, especialmente uno electo democráticamente, se necesitaba una vocación especial y atípica, después de todo, ¿quién quiere servir a otros, ser blanco de críticas y quejas interminables y ganar poco? En algún momento las cosas cambiaron. En países como México, desde hace décadas, ser político no es bien visto. Se hacen chistes sobre alcaldes, diputados o gobernadores. Las caricaturas de presidentes pueden ser realmente crudas y, para un ciudadano normal, ofensivas. Aun así, para cada elección hay largas listas de precandidatos y candidatos. Muchos quieren alguno de los cientos (o miles) de puestos y se ha vuelto difícil separar los caballos de cuarto de milla de las mulas y los burros.

La política se transformó en un juego de supervivencia, donde sólo perdura el más hábil, aquel que es como camaleón, que nada de muertito en el momento adecuado, quien siendo lobo puede balar como oveja, o del perro que no come perro y de quien sabe caer parado. Raras veces quien perdura en el oficio político es quien tenía el mejor perfil o las mejores cualidades para liderar su colonia o su país; en el camino se quedan, casi siempre, los diamantes y, con frecuencia, acabamos con costales de carbón. En la catafixia de la política nos ha ido generalmente mal, tal vez porque rara vez detrás de las cortinas ha habido un premio valioso. “Ni modo, cuate”, diría Chabelo.

Percibo que en los últimos 40 años hemos padecido no sólo escasez de perfiles correctos, sino de una mala combinación de perfiles, hoja de ruta, tiempos y circunstancias. Básicamente, no se nos han alineado los planetas. En ocasiones hemos tenido gente capaz, con circunstancias favorables, pero en el momento equivocado o sin el mapa de hacia dónde (y cómo) ir. Hace 24 años, teníamos los tiempos correctos, el perfil que parecía adecuado, una hoja de ruta que en el papel parecía sensata, pero las circunstancias en contra con un mandato parcial en el que dejamos solo al presidente con un Congreso y un sistema político que bien pudo ser el ancla de ese barco, o por lo menos una buena excusa para quienes nos atrevimos a creer en ese “cambio” que lo acabó siendo, pero de 360 grados.

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Hoy estamos en el quinto año de un experimento que ha arrojado un mandato más claro que nunca (peligroso para muchos), que se quita de encima muchas de las limitaciones que sufrimos por al menos tres sexenios: el proyecto en el poder y la Presidenta que lo encabeza tienen TODO EL PODER. Quiero pensar que muy pocos, si no es que nadie de la plana mayor de la 4T (primero y segundo piso incluidos), alguna vez se imaginó, cuando fueron capitanes de su equipo, campeones de oratoria o presidentes de su clase, que algún día serían parte de un proyecto que tendría un cheque en blanco en las manos.

Si pensábamos que el presidente anterior tenía mucho poder, ahora hay que darnos cuenta de que no era tanto comparado al que tiene ahora la presidenta Sheinbaum. El cheque que le firmamos los mexicanos no sólo está en blanco y a su nombre, sino que además le entregamos las tarjetas de crédito, débito y los tokens de acceso a las cuentas nacionales. Es momento de que ella y quienes la rodean se vayan de retiro por una semana entera, se detengan un momento y se den cuenta de que nunca nadie en la historia moderna de México ha tenido tanto (todo) poder y se pregunten, seriamente, qué quieren hacer con él. Dejen de hacer campaña, pongan los caballos frente a la carreta y saquen al chivo de la cristalería para contestarse a sí mismos una sola pregunta: ¿Para qué quieren todo el poder?

@josedenigris

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