Al baile vamos. Nostalgia por los pasos perdidos

Opinión
/ 25 abril 2023
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A mí me gustaba mucho bailar. Siempre estuve a muchos años luz de ser un Fred Astaire o un Gene Kelly, pero a ningún mortal debe negarse el derecho a mover los pies −y también eso que algunos llaman “bote”− a los compases y ritmo de la música.

Los mexicanos en general sabemos bailar bien; no así los gringos, excepción hecha de los dos señores antes mencionados y algunos pocos más. Los yanquis bailan como cuáqueros. Y como los cuáqueros no bailan, entonces los norteamericanos bailan mal. Tengo una teoría para explicar ese fenómeno: nuestros vecinos aprenden a bailar en escuelas de baile, y en esas escuelas lo único que se aprende es a contar: “Un dos tres; un dos tres”. Los mexicanos de mi generación, en cambio, aprendimos a bailar en los congales −perdonen mi francés−, y ahí sí que se aprende. Era infinita la variedad de estilos coreográficos que se practicaban en esas beneméritas instituciones donde a cambio de una ficha de 20 centavos las insignes damas que ahí ejercían su oficio nos enseñaban mil y un pasos: arrastraditos, marcados, recortados, corriditos, más una infinidad de quiebres, cortes, giros, vueltas y toda suerte de suertes a cuyo lado las muy numerosas de la charrería son casi nada.

¡Qué bien se bailaba en esos establecimientos! Yo he conservado hasta la fecha un extraño reflejo parecido a aquellos que Pavlov impuso a sus famosos perros. Así como ellos empezaban a babear al oír una campana, cada vez que yo escucho los primeros compases de “Amor Perdido” automáticamente me levanto si estoy sentado. Qué raras cosas tiene la mente humana. Nunca dejo de asombrarme.

Hace años, sin embargo, perdí la afición al arte de Terpsícore. El baile, ese rito entre el hombre y la mujer, dejó de ser una copia del acto generador, o una invitación o preludio a él, y se convirtió en una mera gimnasia inane y anodina. Se separaron los cuerpos de los bailadores. Ahora él y ella se ponen frente a frente, sin mirarse, y empiezan a moverse con movimientos de robot, la mirada perdida en el vacío, como si cada uno estuviera solo. Yo creo que las parejas ya ni siquiera se preguntan como antes: “¿Estudias o trabajas?”. Bailar así es un desperdicio. ¿Se puede acaso hacer el amor a un metro de distancia? Yo al menos no la llego.

¿Por qué sucedió eso? Por pereza. Por pura pereza. Para bailar un danzón, un pasodoble, un vals, un foxtrot, un sabroso bolero, y ya no digo un tango, hay que saber bailar. Para lo otro lo único que se necesita es levantar un pie y luego el otro, y ni siquiera necesariamente en ese orden. Los muchachos y las muchachas ya no quisieron esforzarse en aprender las complicaciones de los pasos, y se perdió la honda voluptuosidad de la danza, cuando mujer y hombre juntaban sus manos y lo demás que se podía juntar sin provocar escándalo, al menos demasiado. Las iglesias, que siempre han mirado al baile con sospecha, como cosa del demonio, deben haber suspirado con alivio cuando llegó esa moda de bailar haciendo gimnasia.

Por eso los mayores ya casi no bailamos en las bodas o 15 años. Los conjuntos o bandas tocan únicamente música para la llamada “chaviza”, y esa música a nosotros no nos dice nada. Bailarla es tan elemental que sentimos lo que sentiría un Gran Maestro de ajedrez si alguien lo invitara a participar en un torneo de matatena. Qué lástima. Como decimos en un programa de Radio Concierto: bailar es lo mejor que un hombre y una mujer pueden hacer con los zapatos puestos.

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