Desde hace varias elecciones se han utilizado las encuestas como una forma para inhibir el voto, pero en ninguna se empleó de manera tan metódica y vasta como en las del año pasado para la gubernatura del Estado de México. El equipo de campaña de la morenista Delfina Gómez salió de compras y contrató a todas las casas demoscópicas que pudo para ser la propietaria de las encuestas y decidir estratégicamente cómo utilizarlas en su beneficio. De esta forma, mediante convenios de publicidad con medios, se publicaron −como si fueran inserciones pagadas− aquellas que le salían favorables con el mayor porcentaje frente a su adversaria Alejandra del Moral.
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Durante semanas se manejó una diferencia de dos dígitos en la preferencia electoral por Gómez, y dos semanas antes de la elección hubo una que le daba una ventaja de 18 puntos. Al final ganó por ocho puntos, pese a todos los recursos que se emplearon en su campaña, aunque puede argumentarse retóricamente que, de haber cumplido el PRI, el PAN y el PRD con el número de votos prometidos, el resultado pudo haber sido diferente. ¿Qué fue lo que provocó la apatía? Una explicación es la falta de cohesión de la coalición de Del Moral que enfrió el ánimo de votar; otra fue el desánimo del elector ante la inevitabilidad de la victoria de la morenista.
En todo caso, la estrategia del carrusel de encuestas al servicio de la campaña de Gómez fue creando la percepción de que la victoria era inminente, que es lo que en la actualidad está sucediendo en el caso de la candidata presidencial del régimen, Claudia Sheinbaum, que luce imbatible en los diferentes estudios de opinión frente a su opositora Xóchitl Gálvez. ¿Qué tanto son creíbles los resultados que se están mostrando? Metodológicamente, de acuerdo con expertos, son confiables, pero la pregunta que se están haciendo es qué es lo que realmente están midiendo.
Algo que inquieta y llama a la reflexión es que los números que arrojan sus encuestas muestran que Sheinbaum, a quien conoce el 83 por ciento de los mexicanos, tiene casi 20 puntos más en preferencia de voto de la que tenía el entonces candidato Andrés Manuel López Obrador en la campaña presidencial de 2018, a quien conocía más del 95 por ciento de la población nacional gracias a sus dos campañas presidenciales previas, a su prominente papel de líder de la izquierda social y sus dos recorridos a cada uno de los más de dos mil 250 municipios del país. Sheinbaum, de acuerdo con esos datos, es más popular que López Obrador, pese a que es menor conocida que él y su trayectoria política es mucho más limitada.
Racionalmente esto no tendría sentido. Comparar una persona tan conocida en el país, con oficio, carisma y empatía en muchos sectores, frente a una persona que está lejos de ser reconocida como él, sin carisma ni empatía, además de carecer de su talento y teflón a prueba de armas políticas nucleares, choca con el hecho demoscópico que sea ésta, Sheinbaum, quien sale mejor evaluada que López Obrador, y representa un desafío a la razón, salvo que, en realidad, las encuestas no estén midiendo a la candidata, sino al Presidente.
Roy Campos, presidente de Consulta Mitofsky, observó que sí hay una correlación entre la aprobación de López Obrador y la preferencia de voto por Sheinbaum, cuyas diferencias casi se acercan al margen de error. La última encuesta de El Financiero sobre aprobación presidencial refuerza este punto, al ubicar a López Obrador en 56 por ciento de acuerdo nacional, mientras que la intención de voto promedio en el sitio de oraculus.mx −que agrega las encuestas de las empresas más acreditadas−, tiene a Sheinbaum en 61 por ciento en febrero. Las líneas que muestran la fluctuación de las mediciones mensuales han corrido de manera paralela.
La aprobación del Presidente se ha mantenido sólida en la parte alta de los 50 por cientos y la parte baja de los 60, lo cual es un nivel de respaldo estupendo en el último año de gobierno, que se encuentra en niveles similares a los que tenían los expresidentes Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón. La diferencia hoy es la preferencia de voto de los candidatos, no tenía nada que ver con sus altos niveles de acuerdo presidencial. De hecho, el candidato del PRI perdió la elección con Zedillo al mando del partido y del gobierno; Fox no pudo imponer a su candidato, y Calderón tuvo que regresarle el poder al PRI.
El fenómeno López Obrador es único y quizás irrepetible. Su poderoso imán político le da lo suficiente para arrastrar a su candidata, a través de la cual va por la reelección. Esta idea tiene que ser entendida a partir de dos premisas fundamentales, la primera, aunque parezca obvia, que no estará en la boleta presidencial en junio, y la segunda, que tampoco se pretende dibujar el escenario de que si fracasara Sheinbaum, esté dispuesto a generar una crisis constitucional con tal de no entregar la banda presidencial a Gálvez.
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La reelección de López Obrador pasa primero por consumar la victoria de Sheinbaum, a quien ya instruyó públicamente cuáles serán sus tareas, responsabilidades y obligaciones al asumir la Presidencia; luego, alcanzar la mayoría calificada en el Congreso para allanar el camino a todas sus reformas. Es posible plantear por las evidencias de su robusto ego y narcisismo, que la elección para él no sería sólo un referéndum de su gobierno, sino que tiene que probar y probarse a sí mismo que fue capaz, a través de su candidata, de alcanzar un mayor número de votos de lo que él consiguió en 2018.
Sheinbaum es un instrumento de López Obrador para perpetuarse en el poder, sin tener el mando presidencial. Este planteamiento es rebatido por personas altamente informadas y con memoria histórica sobre cómo, cuando se ponen la banda presidencial sobre el pecho, es juego nuevo. ¿Lo hará Sheinbaum? Hay más dudas que certidumbres, pero en cuanto a López Obrador no: ya puso sus fichas sobre la mesa.
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