Amor en la granja
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¿Cuántos jaiboles se tomó Mister Dumdum en un bar de Las Vegas? No lo recordaba. Seguramente fueron muchos, pues tampoco tenía memoria de lo que hizo el resto de esa disipada noche, ni de cómo llegó a aquel cuarto de hotel barato en el cual se despertó por la mañana. Grande fue su sorpresa, y mayúsculo su espanto, cuando vio que a su lado roncaba una fea mujer de edad madura, hirsutas greñas amarillas y más arrugas que las del traje con el cual él se había echado a dormir. A propósito de arrugas evoco la ocasión en que felicité a don Abundio el del Potrero por la tersura de su rostro. “¡Qué maravilla! –le dije con tono admirativo–. ¡85 años de edad, y no tiene usted ni una arruga!”. “Uh, licenciado –me respondió el viejón–. Es que no me ha visto donde se me juntaron todas”. Vuelvo a mi historia. Mister Dumdum se levantó apresuradamente, sacó de su cartera unos billetes y los puso en el buró del lado de la arpía. Luego se encaminó hacia la puerta con pasos presurosos. En eso otra mujer, más fea aún que la primera, le dijo con melosa voz desde el sillón en el que había pasado la noche: “¿Y no hay nada para la madrina de la boda?”... Don Astasio, tenedor de libros en la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S.A., le pidió permiso a su jefe de salir ese día más temprano, pues era el cumpleaños de su esposa y quería sorprenderla llevándola a comer fuera, para lo cual iba a sacar una mesa y dos sillas a la acera. Cuando a las 11 de la mañana llegó a su domicilio se dio cuenta de que su señora estaba ya celebrando su onomástico. ¿En qué forma? Refocilándose en el lecho conyugal con el vecino de al lado. Hecho una furia le gritó don Astasio al follador: “¡Es usted un canalla!”. “Y usted un irresponsable –replicó el fulano, severo–. A esta hora debería estar en su trabajo”... Un turista mexicano se topó en Roma con un paisano de su pueblo a quien no veía desde los tiempos de la juventud. El hombre iba en un Lamborghini Murciélago –la marca corresponde al nombre de un legendario toro de lidia, semental de la ganadería de Miura–; portaba un reloj más caro aún que los que presumen en México los políticos rastacueros; lucía un terno de casimir inglés, calzado de charol y un sombrero Fedora de elevado precio como los que Humphrey Bogart usaba en sus películas. Le preguntó maravillado el visitante a su paisano al ver tal tren de vida, que ni un funcionario de los que jugaban golf con Peña Nieto habría podido darse: “¿A qué te dedicas?”. Respondió el otro: “Pelo papas”. El amigo se maravilló más todavía: “¿Y pelando papas puedes tener todos estos lujos?”. “Sí –confirmó el paisano–. Desde hace años soy el peluquero oficial del Vaticano”... Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo a la linda Susiflor una proposición indecorosa, lúbrica y salaz. Ella rechazó terminantemente la propuesta. Le dijo al labioso seductor: “No soy partidaria del sexo prematrimonial”. Replicó el tal Pitongo: “Nadie habló de matrimonio”... La gallinita puso un huevo. Apenas salió del ponedero cuando el gallo se le aproximó con intención claramente lasciva. “Aquí no –le indicó la gallinita–. Nos puede ver el niño”... Se conocieron por casualidad en un vagón del Metro. Ella iba de pie, y él le cedió galantemente el asiento. No haré larga la historia. Las historias de amor son por esencia cortas. Después de un breve cortejo se casaron. Al principiar la noche de las bodas el galán le preguntó con romántico acento a su dulcinea: “¿Recuerdas, amor mío, cuando te di el asiento?”. Respondió ella, emocionada: “Sí, mi vida”. Dijo él: “Bueno: ahora te toca a ti”... FIN.
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